París, 1930.
El invierno había llegado temprano a París. La neblina se deslizaba por el Sena como un velo, y las farolas encendidas titilaban como luciérnagas soñolientas en la Rue Montmartre. Los cafés aún servían vino caliente con especias a los bohemios de la madrugada, y las notas de un acordeón lejano acompañaban los pasos de los enamorados que creían que el amor, allí, duraba un poco más.
Nathaniel Whitmore, ahora con 33 años, bajó del automóvil con el cuello de su abrigo alzado. El cabello más largo, las ojeras más profundas, y una expresión que ya no pertenecía al joven heredero de Nueva York, sino a un hombre marcado por el tiempo y los silencios. Su viaje a París tenía un propósito oficial: representar los intereses económicos de su familia en una cumbre internacional. Pero esa no era la razón real por la que aceptó venir.
La carta había llegado tres meses antes. Sin remitente. Solo una entrada, cuidadosamente doblada, para una noche especial en un cabaret parisino llamado La Rose Noire.
En tinta escarlata, la nota decía:
“Si el pasado aún canta en tu pecho, ven a escuchar cómo suena ahora.”
Y lo supo. No había duda. Solo ella podía escribir algo así.
Evelyn Dubois, o Evie Rose, como el público europeo la conocía desde hacía casi dos años, era ahora la joya de La Rose Noire, un club íntimo, elegante, situado en el corazón de Montmartre. Allí, las noches se deslizaban entre humo de cigarrillos y copas de absenta, y los asistentes no buscaban solo música, sino un pedazo de alma que los hiciera olvidar el mundo exterior.
Evelyn no se había casado. No había vuelto a enamorarse. Pero había sobrevivido. Había cruzado el Atlántico con una herida que aún dolía al respirar y una voz que, en lugar de romperse, se había vuelto más profunda, más emocional, más letal. Sus canciones hablaban del amor que se pierde, de las promesas que se rompen y de los hombres que no se olvidan aunque uno huya a un continente distinto.
Aquella noche, lo supo.
Lo sintió antes de verlo.
Como si su cuerpo hubiera sido entrenado para identificar su presencia entre una multitud de extraños.
Él estaba ahí.
Nathaniel entró al club justo cuando las luces bajaron. Llevaba un traje negro elegante, sin corbata, y un gesto contenido. Tomó asiento en la penumbra, a pocos metros del escenario, rodeado de parejas que hablaban en francés, sin notar el temblor en sus manos.
Y entonces ella apareció.
Vestida con un vestido satinado color vino tinto, con guantes largos de encaje y una flor negra en el cabello, Evelyn caminó hasta el centro del escenario como una sombra elegante. Sus ojos barrieron la sala… y lo encontraron.
Por un instante, su corazón se detuvo.
No estaba soñando.
Nathaniel la miraba con la misma intensidad de antaño, pero ahora su rostro estaba más maduro, más herido, más real. Y aún así… tan él.
—“Esta canción es para los que alguna vez amaron a destiempo...” —dijo con voz ronca.
Y empezó a cantar.
"Je n’ai pas su te garder,
mais ton nom vit en moi,
comme un rêve qui revient,
chaque nuit, chaque pas…”
(“No supe cómo retenerte,
pero tu nombre vive en mí,
como un sueño que regresa,
cada noche, cada paso…”)
Nathaniel tragó saliva. Cada palabra era una daga dulce. El público aplaudía, suspiraba… pero para ellos dos, el tiempo se había detenido. Por unos minutos, eran otra vez Evie y Nate. Dos locos enamorados en el club de Nueva York, cuando el amor era prohibido pero posible.
Después del show, Evelyn se retiró al camerino sin dirigirse a él. Necesitaba unos segundos. Respirar. Controlar el vértigo. Mirarse en el espejo y confirmar que no era un espejismo. Cuando finalmente la puerta se abrió, no fue un asistente ni un músico…
Fue él.
—Hola, Evie —dijo con la voz baja, suave, como si le costara hablar.
Ella giró lentamente, aún con el guante en la mano. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —susurró.
—Tres años, dos meses... y catorce días —respondió él, sin dudar.
Se miraron en silencio.
Él dio un paso.
Ella no retrocedió.
—Nunca dejé de buscarte.
—Y yo nunca dejé de cantarte —confesó Evelyn, bajando la mirada.
Nathaniel la contempló con dolor y ternura.
—¿Por qué te fuiste sin despedirte?
Ella apretó los labios. Luego se acercó y colocó suavemente el broche con la “W” que él había dejado años atrás… sobre el tocador.
—Porque si te miraba una vez más, no iba a poder dejarte. Y si no te dejaba... ibas a perderlo todo.
—¿Y tú qué perdiste?
—A ti.
—Entonces ambos perdimos lo mismo.
Se quedaron en silencio. El mundo seguía allá afuera. El cabaret, las luces, la música. Pero en esa pequeña habitación, sólo existían ellos.
Y entonces, Nathaniel susurró:
—¿Qué harías si esta vez no dejo que te vayas?
Evelyn lo miró. El corazón le temblaba. Ya no eran los jóvenes imprudentes de antes. Ahora sabían lo que dolía el adiós. Sabían lo que costaba el orgullo. Sabían lo que valía una segunda oportunidad.
—Entonces tendrás que quedarte tú también —dijo con una sonrisa rota.
Y por primera vez en años…
Se besaron.
No como un primer beso. Sino como el último que no pudieron darse.
Como una promesa que, esta vez, sí iban a cumplir.