Lugares que nunca fueron | Antología

Parte 9

Maldicion

Su mirada estaba nublada, no podía dejar de jadear, no podía dejar de sentir cómo su piel ardía. Todo su cuerpo estaba débil, tambaleante, al borde del colapso, pero aun así no se detuvo. Siguió corriendo con una fuerza que no sabía de dónde venía. Estaba seguro de que se desmayaría en cualquier momento. Su mente, suya hasta hace unas horas, ahora estaba envuelta en un deseo sucio, caliente, salvaje.

No podía creer lo que estaba pasando. Estaba sorprendido, furioso… asqueado. No mató a la elfa en su habitación por una sola razón: necesitaba salir de ese lugar antes de cometer un error irreversible. Y no era matarla lo que más temía en ese instante, sino aparearse con ella. Su cuerpo lo pedía, lo exigía, pero él no quería eso. No con ella. No con nadie.

Salió de la academia sin mirar atrás, rompiendo una de las reglas más estrictas. Estaba prohibido salir antes del amanecer. Las consecuencias eran severas, pero eso no le importaba. Nada importaba en ese momento más que llegar a casa. A la cabaña de sus padres. Ellos sabrían qué hacer. Siempre sabían qué hacer.

Odiaba cómo se sentía su cuerpo. Odiaba aún más cómo se sentía su mente. El calor del celo lo mareaba, lo hacía tropezar. Era la primera vez que lo experimentaba, y eso solo ocurría después de conocer a tu destino. Fue ella. Fue esa maldita elfa quien lo activó.

La odiaba. La odiaba con todo lo que era. Él no quería esto. Jamás lo quiso. Siempre pensó que si algún día las señales del vínculo llegaban, las ignoraría. Que se reiría en la cara del destino. Que seguiría con su vida sin importar nada. Pero Cristina arruinó todo. Lo vinculó a la fuerza.

No le importaba si era egoísta querer dejarla sin destino. Era su vida. Su cuerpo. Su decisión. Pero lo que ella hizo fue mucho más egoísta: sellar un lazo sin consentimiento.

Cristina no era distinta a todas esas criaturas que lo deseaban o querían controlarlo. No. Ella era peor. Peor, sin importar que fuera una elfa.

A lo lejos divisó la cabaña. Sus pasos se volvieron torpes. Ya no sentía las piernas. Corría por inercia, por instinto. Sus brazos se sacudían sin control, como si no le pertenecieran. Sabía que parecía ridículo, un idiota corriendo en medio de la noche, pero no había otra forma de avanzar. Era eso o desplomarse.

Cada vez estaba más cerca, pero no redujo la velocidad. Ni podía. No sabía si sus padres estarían en casa, si estarían despiertos. Era viernes por la noche. Tal vez estaban en una de sus citas nocturnas. Rogó que no. Rogó que estuvieran allí. Si no, moriría allí mismo. Si estaban dormidos, tal vez el ruido que haría su cuerpo al chocar con la puerta los despertaría.

¡BAM!

Su cuerpo impactó con fuerza contra la madera. Las piernas le fallaron. Se desplomó como un saco vacío frente a la entrada. Esperaba que ese golpe hubiera sido suficiente para llamar la atención. No tenía fuerza para levantar la mano. Ni para arrastrarse.

Se sentía débil. Y lo odiaba. Odiaba esa sensación más que a nada. La debilidad era asquerosa. Patética. No tenía lugar en su vida.

Las lágrimas llegaron, violentas. Ni siquiera las sintió hasta que ya estaban corriendo por sus mejillas. No recordaba la última vez que había llorado. Quizá hace décadas. Quizá nunca. Pero ahora ahí estaba: tirado frente a la casa de sus padres, jadeando, ardiendo, llorando.

Cristina lo había convertido en lo que más detestaba: en alguien débil.

Desde dentro de la casa, escuchó movimiento. Gracias, diosa luna, estaban en casa.

La puerta se abrió. Su cuerpo cayó sin resistencia, golpeando el suelo con un ruido sordo. Su piel ardía, cada centímetro. Estaba seguro de que su piel, blanca como la nieve, ahora era roja. Sus ojos, antes azules, ahora eran púrpura encendidos. Las lágrimas no paraban. El jadeo no cesaba.

Entre su visión borrosa, alcanzó a ver los rostros de sus padres. Preocupación. Terror.

Y luego… nada.

_________

Para Liam y Noah, ver a su único hijo desmayado en la puerta de su casa en medio de la noche fue más doloroso que cualquiera de las heridas que habían sufrido en el campo de batalla.

Ambos eran betas, pero no unos cualquiera. Cazadores experimentados, formados entre muerte y sangre, curtidos por años de guerra. Habían eliminado más vampiros de los que cualquier otra manada podía contar. Sus cuerpos eran mapas de cicatrices, cada una con una historia brutal detrás. Aunque llevaban poco tiempo retirados, sus instintos jamás se habían apagado.

Los viernes por la noche salían al bosque del este a cazar, solo para mantener sus sentidos afilados. Era una tradición que compartían desde antes de que su hijo naciera. Pero esa noche fue distinta.

Liam se había sentido incómodo. Como si algo estuviera mal, como si el aire cargara un mal augurio. Noah, con la paciencia de los que aman profundamente, lo convenció de quedarse. Le prometió que saldrían al día siguiente, juntos, con su hijo. Hacía mucho que no lo hacían los tres, y eso bastó para que Liam aceptara.

El estruendo en la puerta los hizo saltar de la cama. Ambos se levantaron al instante, los cuerpos ya en modo combate. No lo pensaron, no dudaron. Corrieron por sus armas. Era común que criaturas cruzaran al bosque del este buscando pelea, no sería la primera vez que lidiaban con algo así.

Pero esa noche fue diferente.

Noah, el más agudo con el olfato, arrugó la frente al captar un aroma extraño. No era vampiro. No era bestia. No era nada que hubiera olido antes. Le hizo una señal a Liam y se acercó a la puerta con cautela. Estaba listo para disparar, para atacar, para defender su hogar. Pero nada en su entrenamiento, en sus años de caza, los había preparado para lo que vieron al abrirla.

El cuerpo de su hijo cayó desplomado frente a ellos. Como un muñeco roto.

Su piel blanca estaba roja, como quemada. Su respiración era errática, su pecho subía y bajaba de forma desesperada, jadeante, como si se estuviera ahogando en aire. Las lágrimas aún brillaban en su rostro.



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En el texto hay: desamor, amor, odio

Editado: 05.06.2025

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