ANDREA
Las palabras de mi madre resuenan en mi mente como un eco incesante, un recordatorio constante de lo que debo hacer, de lo que se espera de mí.
Tendrás que redimirte de tus errores y disculparte con Sofía y su familia el día de la fiesta de tu cumpleaños.
No puedo dejar de pensar en ello, y el peso de sus palabras me hunde aún más.
El silencio de mi habitación me envuelve, una quietud pesada, mientras mis ojos se posan sobre la comida que permanece intacta en la mesita de noche. El apetito me ha abandonado, y lo único que siento es el dolor, punzante y constante, recorriendo cada rincón de mi cuerpo, como un recordatorio de lo que ha pasado.
Dos días han pasado desde la golpiza, y ni siquiera puedo levantarme de la cama, mucho menos salir de este cuarto que ahora parece ser mi refugio y mi prisión al mismo tiempo. El cansancio me consume, me agota, y no sé cuánto más podré soportar.
Cada vez que mi padre decide imponer su voluntad de esta manera, siempre hay una justificación: una carta a la secretaría del instituto, como si eso pudiera borrar lo que realmente sucede. Me enfermé, dicen, y debo descansar, como si fuera algo común, como si todo esto no fuera un ciclo repetido de violencia y control. Todo esto, solo para que yo pueda recuperarme y volver al instituto con la imagen perfecta, la fachada que ellos quieren que todos vean.
Nadie debería saber lo que realmente ocurre en casa, porque de ser así, ¿quién podría entenderlo?
En cuanto a mi tía, no es como si pudiera contar mucho sobre ella. Las pocas cosas que sé me las ha contado, ya que ni siquiera me dejan salir al sol, ni mirar por la ventana. Me dijeron que ella aceptó el favor que mi madre le pidió: ir a recoger a mi hermano, y que según parece, no regresará hasta la tarde de mi celebración de cumpleaños.
Esa será la excusa para que todo siga normal, para que, por unas horas, el mundo exterior no se dé cuenta de lo que realmente está pasando aquí. Como si nada hubiera cambiado, como si todo fuera perfecto.
A veces entiendo por qué dicen que el diablo se disfraza de cordero. Lo he visto en mis padres, que camuflan su maldad con una fachada de bondad, manipulando y engañando a todos, haciendo que todos caigan en su red. Nadie sabe lo que pasa dentro de esta casa, y cada vez estoy más convencida de que la mayoría de los que los rodean jamás lo sabrán.
Ni siquiera quería mirar mi reflejo en el espejo, porque sabía que al hacerlo, lo único que vería sería una imagen de mí misma que no me iba a gustar. Algo que me iba a llenar de pena y lástima, sentimientos que no quiero sentir. Esos mismos que siempre he intentado evitar, pero que ahora, al verme tan rota, se apoderan de mí sin poder evitarlo.
Hubo un momento, una fracción de segundo, en la que pensé que me iba a morir. Que finalmente iba a librarme de este sufrimiento, que podría dejarlos a todos atrás. Pero no, no fue así.
Lo único que ocurrió, lo único verdaderamente triste, fue que ellos, los que se hacen llamar mis padres, no hicieron más que tirarme un botiquín de primeros auxilios desde la puerta de mi habitación, como si esperaran que yo misma me encargara de reparar lo irreparable. Ni siquiera se tomaron el tiempo de acercarse, de mirar mis heridas. Sabían lo que había sucedido, pero preferían esconderlo, porque si no me curaban, las mentiras seguirían siendo perfectas.
Hace dos noches, pasé horas acostada en mi cama, que ya no era blanca, sino manchada de un rojo carmesí. Las sábanas se empaparon con mi dolor, mientras trataba de quitar los fragmentos de vidrio que se habían incrustado en mi piel. Cada tirón, cada movimiento al tratar de curarme, me arrancaba un sollozo ahogado, uno que intentaba callar, pero que no podía contener. El dolor era tan intenso que parecía más una condena que una cura.
Más de una vez, el dolor fue tan insoportable que me desmayé.
Hubo momentos en los que las heridas eran tan profundas que requerían puntos, pero no podía permitir que nadie me los pusiera, así que aprendí a coserme yo misma. Sin anestesia, el dolor era tan agudo que me desmayaba por la intensidad.
Pero lo hacía, porque sabía que si no lo hacía, esas cicatrices quedarían, esas marcas que no solo me las dejaba yo misma , sino que también me las dejaban ellos. Quizás esta vez se pasaron un poco, tal vez no fue tan grave, pero eso no hace que los rastros de esas heridas desaparezcan. Ni el vidrio incrustado en mi cuerpo, ni las manchas carmesí en el edredón que a pesar de todo, seguían allí, recordándome el sufrimiento.
El dolor era una constante, una presencia agobiante que invadía mi cuerpo. Pero, después de dos días, al menos pude moverme con algo de facilidad. Aunque eso no significa que el dolor haya desaparecido. Aún está, está allí, persistente, pero ahora de una manera más soportable, como una sombra que se niega a irse, recordándome que todo lo que me ha marcado, todavía sigue.
Y ni hablar de poder comunicarme con alguien del exterior. Mis padres, siempre tan considerados, tuvieron la maravillosa idea de desconectarme no solo físicamente de todo lo que existía fuera de esta habitación, sino también de quitarme todos mis dispositivos de comunicación. Me dejaron sin voz, sin manera de pedir ayuda, sin forma de gritar al mundo lo que estaba viviendo. Estaba atrapada en una burbuja que ellos habían creado, un espacio aislado donde el tiempo se detenía, y mi única compañía era el dolor y el silencio abrumador que llenaba cada rincón de mi ser.
Pero hundirme en la miseria no era algo que estaba dispuesta a aceptar, no esta vez. Hubiera sido diferente si hubiera sido la primera vez, pero como no lo fue, supe que debía encontrar la manera de seguir adelante, aunque fuera a costa de todo. Mientras pudiera moverme, aunque fuera en silencio, seguiría buscando la forma de mover mis piezas, de encontrar una salida, de no rendirme. Aunque el mundo alrededor de mí estuviera hecho de mentiras y golpes, yo encontraría la manera de luchar, aunque nadie lo supiera.
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Editado: 20.02.2025