El Hospital Universitario Lumen era más que un centro médico; era un microcosmos de vidas cruzadas. Entre médicos, enfermeros, pacientes y familiares, las historias chocaban y se entrelazaban en sus interminables pasillos. Alejandro Salcedo, médico en su tercer turno nocturno consecutivo, apenas empezaba a acostumbrarse a su dinámica.
A sus treinta y dos años, Alejandro había llegado al Lumen con la esperanza de marcar la diferencia, pero las jornadas interminables y las sombras de los protocolos hospitalarios lo habían hecho reconsiderar sus ideales. Aunque aún conservaba algo de aquel entusiasmo juvenil, cada noche sentía que el hospital absorbía un poco más de su energía.
Esa noche, como siempre, el primer punto en su lista era el puesto de enfermería. Clara Morales, la enfermera veterana, estaba revisando un expediente mientras tomaba su té habitual. A su lado, Gabriela Torres, una enfermera más joven, terminaba de organizar un carrito de medicamentos. Gabriela era nueva, como Alejandro, y a menudo compartían miradas de complicidad cuando los turnos se hacían insoportables.
—Doctor Salcedo, ¿le queda algo de café? —preguntó Gabriela, sonriendo.
Alejandro levantó su taza casi vacía y se encogió de hombros.
—Queda lo suficiente para lamentarlo.
Gabriela rió mientras Clara chasqueaba la lengua.
—No sé cómo aguantan esa porquería. En mis tiempos, el café por lo menos olía a café.
—En sus tiempos, Clara, el café venía directo de la finca —bromeó Gabriela.
Clara la miró de reojo, y Alejandro contuvo una sonrisa. La dinámica entre ellas era uno de los pocos elementos ligeros del turno nocturno.
Alejandro hojeó los expedientes de sus pacientes. Había cinco bajo su cuidado esa noche, pero dos de ellos eran particularmente problemáticos. Además de doña Luisa en la habitación 302, estaba Esteban Rojas en la 305, un hombre de cuarenta y cinco años con insuficiencia hepática. Esteban era un caso difícil, no solo por su enfermedad, sino por su actitud. Se negaba a aceptar ayuda, rechazaba los tratamientos y, según Clara, era un experto en exasperar al personal.
—¿Rojas sigue igual de colaborador? —preguntó Alejandro.
Clara soltó un resoplido.
—Si por "colaborador" te refieres a gritarnos y pedir su alta médica cada dos horas, entonces sí, sigue igual.
—Voy a pasar por su habitación después de ver a doña Luisa.
—Buena suerte. Te apuesto un café a que te manda al diablo antes de los cinco minutos.
Alejandro sonrió. La noche apenas comenzaba, y ya sentía que sería larga.
Antes de salir, Clara lo detuvo con una advertencia.
—Doctor, tenga cuidado con la sala de tratamientos al final del pasillo. El personal de investigación está trabajando ahí, y no quieren que nadie se acerque.
Alejandro frunció el ceño.
—¿Qué tipo de investigación?
Clara bajó la voz.
—No preguntes, Salcedo. Solo mantente lejos.
Gabriela miró a Clara con curiosidad, pero no dijo nada. Alejandro asintió, aunque las palabras de Clara encendieron una chispa de intriga en su mente.
La habitación 301, su primera parada, pertenecía a don Álvaro Pérez, un hombre de setenta años con insuficiencia renal. Don Álvaro era un paciente tranquilo, casi siempre dormido cuando Alejandro lo visitaba. Esta vez no fue la excepción. Alejandro revisó las constantes vitales, ajustó la sonda intravenosa y salió sin molestarlo.
La 302, sin embargo, estaba vacía.
Doña Luisa no estaba en su cama. Alejandro se quedó en el umbral, confundido. Miró hacia la silla junto a la ventana, donde siempre dejaba su chal, pero estaba vacía. El monitor estaba apagado, y la cama, perfectamente hecha.
Volvió al puesto de enfermería, donde Clara y Gabriela conversaban en voz baja.
—¿Sabes algo de doña Luisa? —preguntó Alejandro.
Clara levantó la mirada.
—¿Qué pasa con ella?
—No está en su habitación.
Gabriela dejó de organizar los medicamentos y miró a Alejandro con preocupación.
—¿Un traslado?
—Nada registrado —respondió Alejandro, revisando los registros en su tablet.
Clara cerró su expediente y salió hacia la habitación 302 con Alejandro. Cuando llegaron, la enfermera inspeccionó el lugar, y su expresión pasó de tranquila a tensa.
—Esto no tiene sentido. Yo misma la revisé hace dos horas.
Alejandro intentó tranquilizarla.
—Llamemos a seguridad. Tal vez salió desorientada.
Clara asintió y regresó al puesto de enfermería para hacer la llamada. Alejandro permaneció en el pasillo, su mente repasando las posibilidades. Gabriela apareció a su lado, su expresión mezcla de curiosidad y nerviosismo.
—¿Crees que pudo salir sola? —preguntó.
—No lo sé. Pero algo no encaja.
Gabriela abrió la boca para responder, pero algo llamó su atención. Desde el final del pasillo, una figura apareció brevemente bajo la luz parpadeante. Alejandro apenas alcanzó a verla antes de que desapareciera.
—¿Viste eso? —susurró Gabriela.
Alejandro asintió.
—Sí.
La sensación de que algo estaba terriblemente mal comenzó a asentarse en él, como una sombra fría que se filtraba por cada rincón del hospital.