Alejandro llegó al hospital antes de su turno. Había pasado el día pensando en lo que Clara había dicho, repasando una y otra vez las imágenes de las cámaras y el frío comportamiento del doctor Ortega. Todo apuntaba a que algo oscuro estaba ocurriendo en el Hospital Universitario Lumen, y él estaba decidido a averiguarlo. Aunque en el fondo sabía que, si se detenía a reflexionar demasiado, daría media vuelta y se iría sin mirar atrás.
El día había sido gris, con una lluvia ligera que ahora escurría por los ventanales del hospital, formando ríos irregulares sobre el cristal. Alejandro esperó en una de las pequeñas salas de descanso para el personal, un lugar desolado con un par de sofás desgastados y una máquina expendedora que parecía haber visto mejores días.
Clara llegó justo a las 18:45, puntual como un reloj. Llevaba su uniforme, pero su cabello estaba más desarreglado de lo habitual, y había algo en sus ojos que la hacía parecer mayor. Cerró la puerta con cuidado antes de sentarse frente a él.
—Gracias por venir temprano —dijo en voz baja, como si temiera que alguien pudiera escucharla.
—Clara, ¿qué está pasando? —Alejandro no quiso perder tiempo con rodeos.
Ella suspiró, cruzando los brazos sobre la mesa.
—Mira, llevo años trabajando aquí. He visto de todo: pacientes difíciles, emergencias caóticas, incluso algún que otro caso de negligencia. Pero esto… —Clara hizo una pausa, buscando las palabras—. Esto no es normal.
—¿A qué te refieres? —insistió Alejandro, inclinándose hacia ella.
Clara se frotó las manos, nerviosa.
—Hace un par de meses, comenzaron a llegar esos "investigadores". Dijeron que estaban aquí para desarrollar tratamientos experimentales, algo relacionado con terapias genéticas o lo que sea. No dieron muchos detalles. Al principio, nadie les prestó demasiada atención. Pero entonces, empezaron a restringir áreas. Había pacientes que desaparecían de una noche para otra, y cuando preguntábamos, nos decían que habían sido trasladados.
—¿Y tú no lo creíste?
—Al principio, sí. Pero después escuché cosas. Gritos en las salas restringidas. Equipos entrando y saliendo a horas extrañas. Y luego está Ortega… Ese hombre me pone los pelos de punta.
Alejandro recordó que sintió lo mismo cuando conoció al Doctor Ortega.
—¿Por qué nadie ha dicho nada?
Clara soltó una risa amarga.
—¿Y a quién le diríamos? Méndez, el jefe de seguridad, está claramente de su lado. Y la dirección del hospital… bueno, si no están involucrados directamente, al menos están mirando hacia otro lado.
Alejandro se pasó una mano por el cabello, tratando de asimilar lo que estaba escuchando.
—¿Y los pacientes?
Clara lo miró directamente, con una expresión que lo dejó helado.
—No vuelven, Alejandro. Nunca vuelven.
El inicio de su turno fue como cualquier otra noche, o al menos intentó convencerse de ello. Gabriela estaba revisando los medicamentos en el carrito, mientras Clara tomaba notas en la estación de enfermería. Pero el ambiente era diferente, más pesado. Alejandro no podía quitarse de la cabeza las palabras de Clara: No vuelven.
Mientras revisaba los expedientes, notó algo extraño en la lista de pacientes asignados. Había un nuevo ingreso en la habitación 304: María Estévez, 39 años, insuficiencia respiratoria aguda. Alejandro frunció el ceño. La 304 había estado vacía durante semanas.
—Clara, ¿sabes algo sobre la nueva paciente en la 304? —preguntó, tratando de sonar casual.
Clara levantó la vista de sus notas, claramente sorprendida.
—¿Nueva paciente? No me han informado nada.
Eso era raro. Las enfermeras siempre eran las primeras en enterarse de los ingresos. Alejandro decidió ir a comprobarlo por sí mismo.
La puerta de la 304 estaba entreabierta, y desde dentro se escuchaba el sonido rítmico de un monitor cardíaco. Alejandro entró con cautela.
La mujer en la cama estaba pálida, demasiado delgada para su edad. Tenía una máscara de oxígeno que cubría la mitad de su rostro, y su pecho subía y bajaba de manera irregular. Pero lo que más llamó la atención de Alejandro fueron sus ojos: abiertos y fijos en el techo, como si estuviera mirando algo que nadie más podía ver.
—Hola, soy el doctor Salcedo —dijo en voz baja, acercándose a la cama.
—¿Cómo se siente?
María no respondió. Su mirada permaneció inmutable, como si ni siquiera se diera cuenta de que él estaba allí. Alejandro revisó las constantes vitales: eran estables, aunque inusualmente bajas.
Mientras revisaba su expediente, notó algo extraño en los registros. Había lagunas en la información. No había detalles sobre el diagnóstico inicial ni sobre el tratamiento que había recibido antes de llegar al hospital. Solo una vaga nota que decía: Derivada para monitoreo.
Alejandro sintió un nudo en el estómago. Todo esto estaba mal.
De repente, María giró la cabeza hacia él. Fue un movimiento brusco, como si algo la hubiera obligado a hacerlo. Sus ojos, vacíos hace un momento, ahora estaban llenos de algo que Alejandro no podía describir. Parecía una mezcla de miedo y… advertencia.
—Ellos… están aquí —susurró María, su voz apenas audible.
Alejandro sintió que el aire se le escapaba.
—¿Qué? ¿Quiénes están aquí?
Pero María no dijo nada más. Cerró los ojos y comenzó a respirar más lentamente, como si toda su energía se hubiera agotado.
De vuelta en el puesto de enfermería, Alejandro se encontró con Gabriela, que estaba claramente alterada.
—¿Qué pasó? —preguntó él, dejando el expediente de María sobre el mostrador.
—La paciente de la 304… no estaba en los registros esta mañana —dijo Gabriela, hablando rápido.
—Pregunté en admisiones, y ellos no tienen idea de quién es.
Alejandro sintió que la paranoia comenzaba a asentarse. ¿Qué está pasando aquí? Antes de que pudiera responder, el teléfono del puesto de enfermería sonó. Clara lo tomó, escuchó durante unos segundos y luego lo colgó.