Lumen: Donde la curación se transforma en horror.

Capítulo 7: Las sombras del Lumen

La puerta de la sala de tratamientos se cerró con un clic metálico, y Alejandro sintió como si acabara de quedar atrapado en una jaula. El zumbido constante de las máquinas llenaba el aire, pero lo que más lo inquietaba era el silencio de Ortega. El médico estaba junto a un monitor, ajustando controles con una calma que Alejandro encontraba antinatural.

—¿Y bien, doctor Salcedo? —preguntó Ortega, sin apartar la vista de la pantalla.
—¿Qué le trae por aquí?

Alejandro respiró hondo, intentando mantener la compostura.
—Quiero saber qué está pasando en este hospital.

Ortega giró lentamente, con una ceja levantada.
—¿Y por qué cree que yo tengo esa respuesta?

—Porque usted está en el centro de todo esto —replicó Alejandro, señalando las máquinas—. Estas instalaciones, las áreas restringidas, los pacientes desaparecidos… Todo apunta a que usted sabe más de lo que dice.

Ortega lo observó durante unos segundos antes de sonreír, pero no había humor en esa sonrisa.
—Salcedo, usted es nuevo aquí. Tal vez está sacando conclusiones apresuradas.

—Tal vez no estoy sacando ninguna conclusión porque nadie me da respuestas claras. —Alejandro cruzó los brazos, tratando de mostrarse firme.
—¿Qué le hicieron a María Estévez?

Por un momento, el rostro de Ortega se endureció, pero lo ocultó rápidamente detrás de su máscara de neutralidad.
—María Estévez… —repitió lentamente—. Ah, sí. Una paciente derivada, ¿cierto? Lamentable lo que le ocurrió. Pero el tratamiento experimental tiene sus riesgos.

Alejandro sintió que la ira comenzaba a burbujear bajo su piel.
—¿Tratamiento experimental? ¿Es eso lo que llama a lo que vi en su cuerpo? Esas marcas…

Ortega levantó una mano, deteniéndolo.
—Doctor Salcedo, creo que es hora de que deje de hacer preguntas. Este hospital tiene protocolos estrictos, y usted está cruzando una línea peligrosa.

Antes de que Alejandro pudiera responder, la puerta se abrió de nuevo, y dos guardias de seguridad entraron. Ortega les hizo un gesto, y uno de ellos se acercó a Alejandro.

—Por favor, acompáñenlo fuera de esta área. Tengo trabajo que hacer.

Alejandro sintió cómo su rabia se transformaba en impotencia mientras los guardias lo escoltaban fuera de la sala. Ortega ni siquiera lo miró cuando se fue.

Cuando volvió al puesto de enfermería, Clara lo estaba esperando. Su expresión lo dijo todo: sabía que no había conseguido nada.

—¿Qué pasó? —preguntó Gabriela, acercándose.

Alejandro se dejó caer en la silla, pasándose una mano por el cabello.
—Nada. Ortega no suelta nada, y ahora soy oficialmente persona no grata en esa área.

Gabriela dejó escapar un suspiro frustrado.
—Esto no puede seguir así. Tenemos que hacer algo.

Clara, sin embargo, parecía más tranquila, como si ya hubiera aceptado la realidad de la situación.
—No es tan fácil, Gabriela. Este hospital no es como los demás. Aquí no hacemos preguntas porque las respuestas pueden costarnos caro.

—¿Eso es todo? —Gabriela la miró con incredulidad—. ¿Vamos a quedarnos cruzados de brazos mientras desaparecen pacientes?

—No. Pero tampoco podemos actuar como si pudiéramos enfrentarlos directamente. —Clara miró a Alejandro, y sus ojos parecían más oscuros que de costumbre.
—Si quieres descubrir la verdad, vas a tener que ser más listo que ellos.

Más tarde esa noche, mientras revisaba los expedientes en el puesto de enfermería, Alejandro notó algo extraño. Había un archivo marcado con una insignia que no reconocía: una pequeña letra Θ (theta) en la esquina superior derecha. El expediente pertenecía a un paciente que nunca había oído mencionar: Héctor Zambrano, habitación 309.

Alejandro miró a Clara, que estaba tomando notas.
—¿Quién está en la 309?

Clara frunció el ceño.
—Nadie. Esa habitación está vacía desde hace semanas.

—Entonces, ¿por qué hay un expediente aquí?

Clara se acercó para mirar el archivo. Sus ojos se abrieron un poco más al ver la insignia.
—Theta… —murmuró, casi como si la palabra le pesara.

—¿Qué significa eso?

Clara negó con la cabeza.
—No lo sé, pero he visto ese símbolo antes, en los registros de pacientes que… bueno, de los que nunca volvimos a saber.

Alejandro abrió el expediente. La información era limitada, pero algo llamó su atención: un informe sobre una “transferencia experimental” fechada tres días atrás. El nombre del doctor Ortega estaba al final del documento.

—Voy a revisar la 309 —dijo Alejandro, cerrando el archivo y levantándose.

Clara intentó detenerlo.
—Espera, Salcedo. Esto puede ser peligroso.

Pero él ya estaba caminando hacia el pasillo.

La habitación 309 estaba al final del ala, justo donde la luz del pasillo comenzaba a parpadear con más frecuencia. Alejandro empujó la puerta, que se abrió con un quejido largo. Adentro, todo estaba oscuro, excepto por el débil brillo de un monitor que aún estaba encendido.

La cama estaba vacía, pero había algo extraño en el ambiente. El aire era más frío, y había un leve olor metálico que Alejandro no podía identificar. Se acercó al monitor y vio que aún mostraba signos vitales: una frecuencia cardíaca débil y constante, como si alguien estuviera conectado al sistema.

Mientras inspeccionaba la máquina, notó algo en el suelo: marcas de ruedas, como si una camilla hubiera sido movida recientemente. Las marcas se dirigían hacia el baño. Alejandro sintió que su respiración se aceleraba mientras caminaba hacia la puerta.

La abrió lentamente, y el olor metálico se hizo más fuerte. Había sangre seca en el lavabo, y en el espejo alguien había escrito algo con dedos temblorosos:

"No te fíes de ellos."

Alejandro retrocedió, su corazón martilleando en su pecho. Al salir del baño, escuchó un ruido en el pasillo. Pasos lentos, arrastrados.




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