Lumenabine: Thessara

I: ISKANDER

El príncipe Iskander ignoraba los gritos y golpes de la criada al otro lado de la puerta. Una sólida puerta de acero, asegurada con un cerrojo de hierro, lo protegía de su responsabilidad inmediata: desayunar con sus tíos, el Rey Matshiel y la Reina Iren. Él, con indiferencia, se asomaba por la ventana y observaba el cielo despejado que caracterizaba al reino y, más notablemente, aquello que eclipsaba al sol: la mirada de una chica, posada sobre él.

Iskander suspiró al confirmar que, como cada día que recordaba, esa mirada reaparecía junto al azul y las nubes. Era una mirada femenina: ojos afilados de miel dorada, inocentes y confundidos; pestañas tan largas que se curvaban hacia arriba; y toda esa aparente belleza acompañada de unas cejas fruncidas y desconfiadas, casi prepotentes. Sentía que de alguna manera esa mirada intentaba influir en él.

Esa mirada siempre se desvanecía tras pocos minutos, como si viniera con el único objetivo de comprobar algo, algo que él poseía. Dejó de observar, cerrando las cortinas blancas con adornos de trazos rojos, y bufó al recordar el desayuno.

Notó que los golpes en la puerta se habían detenido durante su distracción matutina, por lo que se relajó en su cama, convencido de que su tío lo dejaría pasar esta vez. Sin embargo, sus esperanzas se rompieron cuando una voz conocida, aunque más suave, llamó a la puerta.

—¡Pyrith! ¡Pyrith! —llamó con suavidad la voz mientras golpeaba la puerta.

Iskander se tapó los oídos con su enorme almohada, intentando volver a dormir; fue inútil. Había pasado mucho tiempo desde que lograra dormir bien por la mañana. Se preguntó si debía enfrentarse a esa niña que lo perturbaba todos los días. Finalmente, comprendió que la experiencia le había enseñado que la chica no se marcharía hasta que él abriera; era persistente, más que cualquiera de los criados en el castillo.

Se incorporó de un salto, rebotando sobre el colchón. Estuvo a punto de abrir la puerta cuando se sorprendió al ver su reflejo despeinado en el espejo junto a la cama. Frunció el ceño y se convenció a sí mismo:

«Es solo la hija de la criada, ¿qué importa que me vea así?»

Retiró el cerrojo y abrió.

— La última vez te dije que no me llamaras Pyrith. Es un secreto fundamental y, si lo andas gritando por todos lados, tendré que matarte —comentó, cruzando los brazos y cerrando los ojos.

— No esperaba verte así —dijo sonrojada—, mi príncipe.

— Yo ni siquiera esperaba verte, Maery —respondió, evitando mirarla a los ojos mientras se acomodaba el cabello.

— Pyrith no es un mal nombre.

Iskander bufó. —¿Qué quieres, Maery?

— Mi madre dijo que debías estar presente en el desayuno. El rey tiene cosas importantes que decirte sobre tu coronación.

— Mi tío me permitirá faltar, así que no te preocupes —contestó y entonces comenzó a cerrar la puerta con una sonrisa forzada.

—¡Espera! No la cierres, por favor.

—Maery, si alguien me ve hablando contigo durante mucho tiempo, me llamarán la atención. No es que me preocupe, pero no quiero que los demás piensen que estoy conversando contigo.

Al escuchar esto, los ojos de Maery mostraron tristeza; su expresión cambió y su sonrisa se desvaneció.

—Preguntaste antes por las fiestas de hoy —tomó aire, su voz temblaba ligeramente—. Pensé que querrías ir conmigo.

—Maery, las festividades de los plebeyos no se comparan con las que tenemos aquí en el castillo. Ni siquiera podría respirar allí. —Hizo una pausa breve, como si algo le hubiera recordado un asunto urgente—. Oh, y por cierto, ¿sabes si mi coronación será mañana o pasado mañana?

Maery suspiró.

—No lo sé, mi príncipe —respondió mientras fruncía el ceño—. Si me disculpa.

Se inclinó sin mirarlo a los ojos, le dio la espalda y se alejó.

—¡Maery, espera!

Ella se giró con los ojos brillantes—. Y una sonrisa iluminó su rostro—. ¿Sí?

—¿Sabes si hay guardias en el Santuario? Quiero ver a Dhora.

Su mirada se apagó de nuevo.

—Los guardias del Santuario deben estar recibiendo las bayingis de los campos de Arlath —contestó sin emoción alguna. Se dio la vuelta otra vez y desapareció bajando los escalones al final del pasillo.

Iskander sonrió por la respuesta de Maery. Cerró la puerta y consideró si tendría tiempo de organizarse antes de que los guardias acabaran con las bayingis. Descartó la posibilidad, en especial porque no quería imaginar al como eso.

Se calzó unas chancletas de cuero, se asomó por la ventana del torreón contiguo y se dejó caer sobre el tejado de láminas negras. Resbaló y terminó en uno de los corredores que conectaban su torreón con la entrada principal.

Siguió el corredor bordeando el castillo hasta encontrar las escaleras de mano que llevaban a los calabozos. Antes de descender, se aseguró de que nadie lo hubiera visto.

Mientras bajaba, los muros de ladrillo rojo que cubrían todo el castillo y buena parte de la capital lo rodeaban, junto con los barrotes de hierro que separaban las celdas. Ignoró los gritos e insultos de los prisioneros, evitando mirarles a los ojos.

Al final de la sala de celdas había una gruesa armadura roja sostenida por un estandarte. Justo encima del casco, una ventanilla ofrecía una posibilidad de escape. Iskander utilizó la armadura para impulsarse hacia la ventanilla y, al hacerlo, se raspó un poco los brazos. A pesar del dolor, logró pasar, recordando cómo de niño solía atravesar esos espacios sin ningún daño, gracias a su complexión delgada.

Cuando cruzó la ventanilla, Iskander se encontró en un pasillo estrecho. Los muros de los calabozos estaban muy cerca de la pared trasera del Santuario. Solo alguien con su complexión delgada podría moverse con facilidad en ese espacio, ya que nunca se había interesado por la guerra o el desarrollo de la fuerza física.

Moviéndose a la derecha con pasos cautelosos, encontró otra ventanilla sin cristal y se lanzó por ella. Cayó sobre varias canastas llenas de bayingis, que rodaron por el suelo hacia las habitaciones de los dragones.




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