Iskander resistió los impulsos provocados por el hambre y la sed. El viaje desde Drakos hasta Arlath duraba diez horas, durante las cuales atravesaron cuatro aldeas del oeste del reino, ninguna lo suficientemente importante como para que los conductores se detuvieran.
El sueño fue su aliado; ignorando su deseo de beber agua, se recostó apoyándose en las canastas de la caja del carro. Las horas transcurrieron hasta que el sol del mediodía comenzó a filtrarse entre la manta que protegía la carga. El calor se volvía cada vez más irritante e intenso. Despertó empapado en sudor. Aunque haberse dormido arropado con la capa podría parecer contraproducente, lo había calculado bien.
«Deberíamos estar llegando a Arlath, solo el calor del mediodía puede hacerme sudar así».
El carro dio un brinco repentino y su cabeza golpeó contra la madera. Frunció el ceño, preocupado por los comentarios que pudieran hacer los conductores sobre el ruido.
—Siempre que viajo contigo te comes una piedra. La próxima vez le diré a tu madre que ya tengo un acompañante —dijo uno con voz gruesa y rugosa.
—Vamos, viejo, sabes que nadie más te haría tan buena compañía.
—Cualquiera podría hacerme mejor compañía, aunque ninguno tendría tu fuerza. Me pareció escuchar algo atrás, asegúrate de revisar la carga en cuanto lleguemos al mercado. No quisiera ver a los agricultores de bayingis enojados.
—Estarán enojados aunque no pase nada —respondió el más joven, despreocupado.
—No hables de eso tan a la ligera —protestó el más viejo en susurros.
Iskander evaluó a los conductores mientras escuchaba su conversación. «Un anciano quejumbroso y uno más joven, pero imprudente. Incluso si me persiguieran, podría burlarlos sin problema».
Estiró sus brazos y piernas antes de acomodarse la capucha.
«Si me uno a los caballeros en la fortaleza de Arlath, podré cortar la cabeza del dueño de esa lanza yo mismo».
Sus ojos intentaron aguarse, pero solo sintió irritación; entre el sudor y el llanto anterior estaba deshidratado. Su garganta ardía como brasas.
Logró relajarse durante algunos minutos hasta que los olores y sonidos de la ciudad lo asaltaron. Decenas de carros transitaban en múltiples direcciones, acompañados de gritos y silbidos. El aroma de las especias impregnaba el aire, mezclándose con el olor a tierra y especialmente al barro que se formaba debido a los conocidos problemas en los tubos de la ciudad. El aroma ahumado del cuero combinado con la fuerte fragancia de las velas le provocó un mareo intenso.
«Justo lo que podía esperar del mercado de Arlath. Es peor de lo que había imaginado... el carro debería detenerse pronto».
Sus predicciones se cumplieron pronto: el carro se detuvo y comenzaron las discusiones entre los conductores y los mercaderes. Tal como habían anticipado los hombres del carro, los mercaderes empezaron a protestar por los valeones, acusándolos de haber malgastado la mercancía durante el viaje.
Iskander aprovechó la distracción para escabullirse de la caja. Al encontrarse con el suelo barroso, dudó unos instantes antes de pisarlo, pero finalmente no tuvo opción. Tragando saliva al ver sus botas manchadas, se quedó inmóvil en medio del camino, escudriñando en todas direcciones en busca de algún vendedor de agua.
En lugar de encontrar lo que buscaba, sus ojos se toparon con cuerpos de animales colgando en las carnicerías, cubiertos de moscas que revoloteaban sobre la carne.
«Cuando sea rey, ejecutaré a cualquier carnicero que permita tal cosa».
Se giró bruscamente al frente y se encontró cara a cara con un carro tirado por caballos que estaba a punto de arrollarlo. Se quedó paralizado, los ojos bien abiertos, mientras el conductor lograba frenar, aunque no sin levantar una lluvia de barro que lo salpicó.
—¡Maldita niña, mira por dónde andas!
«¿Niña?»
Iskander apretó los dientes; su cabello largo asomando por la capucha lo había traicionado.
«Mataré a ese hombre... cuando pueda hacerlo».
Se apartó del camino y se internó entre las tiendas, la frustración y el malestar creciendo en su interior. Las moscas revoloteando cerca de su rostro y el barro esparcido en su cabello solo aumentaban su irritación. Anheló poder ordenar a alguien que espantara a los insectos y le limpiara el cabello, pero la tristeza lo invadió al recordar que ya nadie acataría sus órdenes.
Retomando su búsqueda de agua, recorrió el lugar con la mirada: velas, artículos de cuero, vasijas, jarrones y tazas, ninguna con la elegancia a la que estaba acostumbrado. Observó con desdén el trabajo del alfarero, un hombre alegre de bigote prominente al que consideró un desgraciado por trabajar con el mismo barro que ahora manchaba su cabello y atraía moscas.
—Te ves cansado, niño. ¿Quieres sentarte? —ofreció el alfarero.
Iskander se detuvo en seco, bajó la cabeza y miró al hombre.
—¿De dónde sacará el agua?
—Tengo una tinaja con agua para no interrumpir el trabajo. ¿Sabías que un buen alfarero es el que siempre tiene todo a mano?
Iskander esbozó una sonrisa forzada.
«¿Existen los buenos alfareros?».
El alfarero le ofreció un cuenco rebosante de agua. Iskander lo miró con recelo, pero su sed superó su orgullo. Bebió toda el agua en dos largos tragos, sintiendo cómo se apagaban las llamas en su garganta. Suspiró aliviado mientras devolvía el cuenco.
—¿Cuántos valeones va a cobrarme?
—¿Cobrar? No, muchacho —negó con la cabeza—. Nada de eso. El agua calma la llama dentro de cada uno, es aquello que mata el ego del hombre y lo mantiene humano.
—Así que su fe está con el Culto de la Escama Roja.
—Pues claro, muchacho. ¿Sabes? Muchos en esta ciudad dudan de la gloria de los dragones, creen poder dictarles cómo volar y dónde asentarse, pero yo no —sus ojos brillaron con convicción—. ¿Dónde estaría esta ciudad si los dragones no la hubieran defendido de los invasores Faustios? ¿Anteponer los deseos del hombre a la gloria del dragón? Solo un necio haría eso.
#738 en Fantasía
#154 en Joven Adulto
poderes magia habilidades especiales, romance acción drama reflexión amistad, fantasia epica medieval
Editado: 08.01.2025