El Expreso del Sur arribaba a su destino final: la aldea de Fonkies, ya entrada la noche. Los demás pasajeros observaban a Khael con inquietud, como si fuera un criminal o un monstruo; vacilaban incluso al pasar cerca de él. Sus miradas, indecisas y esquivas, evitaban cruzarse con las suyas. Khael ignoraba todo esto; estaba habituado a atraer la atención y a perturbar el sueño tranquilo de los fatigados viajeros.
Nadie osaba mirarle a los ojos; en su lugar, fijaban la vista en sus puños, generalmente enrojecidos y magullados, que apretaban las cadenas que portaba. La profesión de cazarrecompensas carecía de prestigio; transportar a un hombre golpeado e inconsciente era su rutina diaria, tan común como contemplar la luna blanca y pura posándose sobre una realidad desalentadora: su hogar, la aldea de Fonkies en los suburbios de Eldoria.
Cuando el tren finalmente se detuvo, los pasajeros esperaron a que Khael descendiera primero. Él exhaló con resignación, se incorporó y, tirando de las cadenas, izó al hombre inconsciente sobre sus anchos hombros. Avanzó con aire despreocupado, silbando una melodía, mientras dejaba atrás la estación de Fonkies: una estructura exigua de madera, apenas iluminada, típica de los suburbios.
Se internó en los callejones solitarios y lóbregos de la fría noche, los sucios lugares en los que se sentía en casa, manchados de sangre y agua residual, con decenas de personas durmiendo en la calle, peleándose por quien dormiría sobre el cartón. El olor a carroña y a orina era predominante.
Las escasas viviendas entre los callejones exhibían ventanas con cristales rotos y tejados agujereados, testimonio silencioso de la actividad de los ladrones. En los suburbios, el trabajo digno era una rareza; las tierras, áridas e improductivas, no ofrecían sustento. Los pescadores del Puerto del Mar Separado, en su búsqueda de riquezas, ignoraban las aldeas del sur, prefiriendo vender sus capturas a los acaudalados del centro del reino.
Los hombres que se aferraban a un código moral acababan convertidos en basureros, transportistas, mendigos o, en el peor de los casos, cadáveres. Para las mujeres, las opciones eran aún más escasas. Y en cuanto a los niños...
Khael vio en una esquina a dos niños de casi diez años junto a su madre, hablando con dos hombres. Los hombres no tenían camisas, dejando ver sus cuerpos fornidos. La mujer abrazaba a sus hijos, temblando.
Uno de los hombres desenvainó un cuchillo, lo que provocó un fuerte grito de la mujer. Su compañero, con agresividad, arrancó a los niños de los brazos maternos. Los pequeños, de cuerpos frágiles y demacrados, gimieron de terror cuando el hombre los sujetó con un brazo y los tocó indebidamente con la mano libre.
El agresor armado derribó a la mujer con fuerza brutal. La inmovilizó contra el suelo y se bajó los pantalones con urgencia depredadora. De un tirón violento, rasgó el vestido de la víctima.
En menos de quince segundos, el cuchillo se hundió en la espalda del agresor. La sangre brotó y se esparció por el suelo mientras un rugido desgarraba la noche. El hombre se desplomó sobre la mujer, quien profirió un grito aterrador. Muchos transeúntes, al presenciar la escena, huyeron despavoridos.
Khael extrajo el cuchillo de la espalda del atacante caído. Se giró hacia el otro hombre, aquel que sometía a los niños. Sus ojos se endurecieron.
—Suéltalos ahora o te clavaré esto en la cara —amenazó Khael con el ceño fruncido. La brisa nocturna levantó su capucha, revelando su rostro.
—Vaya, si no eres más que un crío —se burló el hombre—. Aunque algo crecidito. ¿Vienes por tu propia lección? —añadió con una sonrisa maliciosa. Acto seguido, extrajo un cuchillo de su bolsillo.
Khael apretó los dientes, alerta. De repente, el chapoteo de un paso en un charco lo alertó. Con un movimiento ágil, se apartó a un lado. Un cuchillo silbó, rozando su costado. Un tercer atacante había aparecido. Khael reaccionó rápidamente, corriendo hacia el muro cercano.
El nuevo agresor lo persiguió, esgrimiendo su arma. Khael, al llegar a una ventana con los cristales rotos, recogió varios fragmentos del suelo. Con destreza, los lanzó contra su perseguidor. Algunos impactaron, causando heridas superficiales.
—¡Maldito! —rugió el hombre, furioso—. ¡Te cogeré muy fuerte!
Khael, con la respiración entrecortada, escrutó su entorno: muros de piedra rugosa y tablones de madera apoyados contra ellos. El tercer agresor arremetió. Khael, ágil, saltó hacia uno de los muros y se impulsó con una pierna. Esquivó el ataque en el aire y, aprovechando la confusión del hombre, dirigió sus pies hacia la cabeza del atacante en su descenso. Lo derribó haciendo crujir sus huesos.
Los niños chillaban aterrados. Su madre, paralizada por el shock, yacía cubierta por la sangre del primer agresor.
Sin pausa, el segundo hombre lanzó su ataque. Khael se inclinó, evitando por poco el filo en su abdomen. Se arrojó al suelo, agarró un tablón y golpeó con fuerza las piernas del atacante. Este cayó y su rostro salpicó en un charco carmesí.
Khael, confiado, se abalanzó sobre el hombre que intentaba levantarse. Con un movimiento certero, le cortó el cuello. La sangre salpicó el suéter blanco que llevaba bajo su chaqueta con capucha.
—¡Cuidado! —logró gritar la mujer.
Khael, jadeando por el esfuerzo, giró la cabeza justo a tiempo. Un cuchillo, lanzado por un cuarto atacante desde la distancia, le rozó la mejilla, cerca del ojo. Sin perder un instante, Khael agarró el arma y la arrojó de vuelta, acertando en el pecho del agresor a varias cuadras de distancia.
Alerta, escrutó en todas direcciones, esperando la aparición de un quinto enemigo. Al no percibir más amenazas, se acercó a la mujer y los niños. Los tres se acurrucaban en la esquina, abrazados y temblando.
Khael pasó la mano por su herida en la mejilla. Observó su propia sangre; el corte no dejaba de sangrar. Contempló a los niños, que lo miraban con ojos aterrados y desilusionados mientras se aferraban a su madre. La mujer, completamente desnuda y manchada de sangre, le devolvió una mirada de determinación férrea, a pesar de las lágrimas que no podía contener.
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Editado: 08.01.2025