El sol de Drakos calentaba de nuevo. Su calor ablandó el corazón de Iskander. Tocó las escamas con sus palmas. Las alas escarlatas de Dhora proyectaban una gran sombra sobre la capital. La Antorcha se alzaba detrás, como siempre, y los gruñidos de Dhora revelaban sus caprichos habituales. ¿Por qué algo tan común dolía tanto ahora?
De pronto, Dhora perdió el equilibrio. Cayó en picada hacia el suelo, sin control. Iskander intentó gritar, pero su voz no respondió. Solo oyó el viento silbar y sintió la certeza del dolor y la pérdida. Se aferró con fuerza e intentó hablar a su compañero alado, sin respuesta. El impacto sacudió la tierra con un estruendo.
Iskander sujetaba una lanza de acero blanco. Al intentar soltarla, vio que estaba clavada en el cuerpo sin vida de Dhora.
Su respiración se aceleró. La gente se acercó, señalándolo. Trató de defenderse, pero su voz no salió. Movió la cabeza de un lado a otro, desesperado.
«No soy un asesino, no lo soy».
—Sí lo eres —afirmó una voz entre la multitud.
Iskander reconoció al joven que había herido con una flecha en el Torneo de las Edades. Cayó de rodillas, horrorizado.
Se levantó de golpe y se acercó al muchacho. Lo tomó por los hombros e intentó disculparse, pero sus labios no se movían. El joven se desplomó, su camisa blanca teñida de rojo. Iskander, aterrado, se cubrió el rostro. Al mirar sus manos, descubrió la viscosa sangre que se había adueñado de ellas.
Iskander despertó sobresaltado, con la respiración entrecortada. Miró a su alrededor. Yacía en una enorme cama de sábanas blancas, tan cómoda como la de La Antorcha. Respiró hondo.
«Solo una pesadilla», pensó, observando sus manos.
Se levantó y examinó la habitación. Una mesa de noche de madera oscura sostenía una vela encendida. Una ventana de cristal azul daba a la aldea xephia. Al abrirla, una brisa dulce acarició su piel. Buscó en el cielo la mirada de "Alyn", pero ya no estaba.
Decepcionado, se centró en la aldea: cabañas de madera con suelos de roca, caminos de piedra y césped verde brillante. Los xephios transitaban las calles: algunos regaban plantas, niños jugaban, mujeres transportaban objetos. Todos parecían absortos en sus tareas, como si alguien los vigilara. El ambiente matutino era alegre, a pesar de sus rostros serios, una mezcla de brisa y canto de pájaros.
Volvió a inspeccionar la habitación. Las paredes, a diferencia de las estructuras del pueblo, eran de mármol blanco y duro.
«¿De dónde habrán sacado todo esto?».
Se fijó en la puerta de madera oscura con cerrojo de hierro. Alguien la abrió.
Nervioso, Iskander esperó. Entró una mujer xephia con túnica blanca, sin velo, rostro descubierto y cabeza rapada.
—Al fin despiertas. ¿Cómo te sientes? —preguntó con voz despreocupada.
«¿Al fin? ¿Cuánto tiempo ha pasado?», se preguntó Iskander.
—Estoy bien. ¿Cuánto llevo aquí?
—Dormiste dos días enteros. Pensé que tendrías alguna herida, pero al revisarte, todo estaba en orden. Solo ese corte en tu rostro.
Iskander se tocó la gran cicatriz que le había quedado.
—¿Oh? ¿Es usted doctora?
—No se trata de medicina exactamente —aseguró ella.
—¿Le importa mi salud?
—Todos los supervivientes son importantes, pero debo admitir que el viejo Phen tiene favoritismo por los primeros en llegar.
«Los dioses les encomendaron administrar el Torneo de las Edades. No les interesa mucho más que eso. Estoy seguro de que... de que los fallecidos en la Primera Prueba no son importantes para ellos», reflexionó Iskander.
—¿Cuántos superaron la prueba? —preguntó con voz seria.
—Setenta y cinco.
«Un cuarto de los participantes murieron». Sintió una opresión en el pecho. «¡Ill! ¿Y el otro chico? Khael y... Alyn. Debo encontrarlos, tienen que estar vivos».
Miró a la mujer directamente a los ojos y sintió una punzada en el corazón. Sus ojos eran demasiado profundos, de un azul tan intenso que le resultaba mágico. Nunca creyó que lograría ver a un xephio en su vida. Tragó saliva. Había crueldad en las acciones de estas personas, pero de alguna forma lograba entenderlo. Además de resentimiento, sentía algo de pena por ellos. Le recordaban a Dhora, o a Maels atrapado por su juramento, como si las cosas mágicas debieran estar reprimidas por ley.
«Magia... el monstruo hongo, él me trajo hasta aquí», recordó.
Iskander se había quedado absorto en sus pensamientos, con la mirada fija en el rostro de la mujer xephia, pero sin percibir realmente su presencia. Divagaba sobre los motivos del hongo para ayudarlo.
—¿Necesitas algo más? —preguntó finalmente la mujer.
Iskander volvió en sí.
—Hay una parte del bosque con un monstruo gigante con forma de hongo. Yo... vi que devoró a uno de los participantes —dijo con la cabeza gacha—. Luego me atrapó, pero en lugar de devorarme, probó mi sangre y me trajo hasta aquí. ¿Sabe por qué hizo eso?
—¡Oh, un mushurum! Son de buena suerte. Necesitan sangre para vivir. Solo una gota y vivirán diez años más.
—¿Qué? ¿Y cómo es que no los han devorado a todos? —preguntó sorprendido.
—Los mushurum tienen un estilo de vida muy marcado. Hibernan a menos que alguien irrumpa en su territorio. Si deseas pasar por sus tierras, debes pagar una cuota de sangre. También puedes establecer contratos con ellos; a cambio de sangre, trabajarán para ti un tiempo.
—¿Qué? Pero esa cosa nunca dijo nada, solo rugió y devoró al otro chico.
—No son inteligentes. Su instinto es lo que los ha llevado hasta lo que son hoy.
«Ese hongo era algo inteligente, estoy seguro. Él sabía que esta era la zona de los humanos», pensó Iskander.
—Bien, si eso es todo, debo reunirme con el viejo —anunció la mujer.
—Sí, y... gracias.
«Supongo», añadió para sí mismo.
—No hay de qué.
La mujer salió de la habitación.
Iskander esperó varios segundos antes de salir por la puerta. Al hacerlo, se encontró con un extenso corredor de madera. El camino formaba un rectángulo que conectaba cuatro pasillos, con escaleras en las esquinas para bajar. Decenas de puertas se alineaban en cada corredor, y varios participantes deambulaban por el lugar.
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Editado: 16.02.2025