Luna de Hielo [saga moons #2]

Capítulo dos

   El descanso no había sido pasivo. La ciudad, estruendosa como ella sola, era dueña de los sonidos más ligeros y pesados, los cuales, en una sola noche, habían invadido hasta lo más hondo de sus tímpanos. Era extraño para él acicalarse frente al espejo, ya que en vez de presenciar una tez blanca y delicada, obtenía como resultado una morena y desdeñosa. No se odiaba a sí mismo, era más bien un martirio acerca de poder encontrar una respuesta clara a su raro tono oscuro en medio de tanta fragilidad.

    Owen bebe un poco de la taza que le habían traído. Por ahora, y para mantener un perfil bajo, se estaban alimentando con eso: agua de cualquier sabor, tés medicinales y agrios y otros tantos brebajes que, curiosamente, lo hacían dormir mejor. El joven termina de acomodar su ropa, peinar su cabello e ir a la sala donde Abel y Samuel lo esperaban.

—Te tardaste mucho— se irritó Samuel desde la mesa.

—El hecho de que a usted no le importe su apariencia, no quiere decir que el resto sea igual.

—Ahora no, por favor— exigió Abel mirando por la ventana. 

El lugar, junto con sus personas, era muy diferente al continente americano, y en general, a todo lo que habían conocido durante la infancia. Todavía, mientras Abel trataba de distraer su mente en algo que no fuera el recuerdo dorado de Chelsea, podía sentir esos días en los que Manhattan lo había recibido como uno más, sin saber que era un enemigo de uno de los suyos.

—Son las cinco de la mañana, ¿por qué rayos estamos despiertos?

—No sé cuántas horas hay de diferencia entre las lunas y Tokio, pero si he de entender que aquí los extranjeros suelen voltear mucho su horario de sueño.

—Muy bien dicho, Abel. El asunto es que, aunque sean altas horas de la madrugada, sería bueno echarle un vistazo al lugar— anuncia El Conquistador poniéndose de pie.

—Enloqueció, ¿no es así? Aquí nadie está despierto a esta hora.

—Basta, Owen. Tal vez sea buena idea observar sin nadie al acecho— lo reprende Abel caminando hacia la puerta.

  El moreno, suspirando con molestia, sale y cierra la puerta detrás de él. La frescura previa a un alba amarillenta los hace fruncir el ceño, y al tiempo que admiraban los diferentes letreros y una que otra persona corriendo para alcanzar un autobús, los tres se sorprenden al encontrar las puertas del hotel abiertas.

  Un mapa sucio y húmedo, pegado en la pared de una calle, los hizo orientarse poco a poco. Explorar un espacio desconocido, y que en cualquier momento podría ser una amenaza, le traía a Samuel recuerdos vagos de la adolescencia, cuando en diversos entrenamientos los obligaban a evaluar un área simulada en medio de una habitación. Sin embargo, las cosas imaginarias solían volverse tan reales, que muchos no soportaban los estragos de su propia mente.

  Continuaron el recorrido con las manos ocultas y abrigadas. Pisadas silenciosas los hacían mirar de reojo en todas direcciones, y soltar aire con alivio al divisar a humanos como resultado final de un examen nervioso. Avanzaban de forma rápida, manteniendo la distancia entre ellos, aunque no se separaban por más de unos minutos. La red de transporte público se hizo presente, y aunque el japonés era el que dominaba la boca de cada individuo que empezaba el día, la traducción no dejaba de verse al final de cada indicación. 

  Suben con delicadeza, y al estar frente a los asientos vacíos, deciden quedarse de pie y analizar el paisaje mientras los mecanismos de metal arrancaban. El tiempo que tardaron era desconocido, pero las ganas de mirar esos parajes eran exigentes. El silencio aún era palpable, sin embargo, tal cosa no era lo perjudicial en esos instantes.

  Permanecen a unos cuantos metros del otro, y es así como bajan de ese vagón limpio y vacío. Un subterráneo vestido de gris y polvo los recibe, y abriéndose paso entre las personas que ya estaban comenzando a frecuentar el lugar, pasan a observar, no sin una pizca rareza, a unos cuantos individuos que dormían en unas bancas cercanas, por lo cual El Conquistador, percatándose de que un hombre recién había despertado, no puede evitar sonreír con malicia.

—No hará lo que creo que estoy pensando— murmuró Owen al lado de su amigo.

—Siempre que dices algo como eso termina haciéndolo— le contesta Abel temiendo lo peor.

     Una sensación extraña se extiende en el pecho de cada uno, de esas que te anticipan que algo para nada bueno sucederá, y que, por diversas razones, no tienes la posibilidad de corregir. Samuel la disfrutaba, se sumía en ella como si fuera un viejo hábito que no estaba dispuesto a cambiar, a diferencia de los chicos, que no querían que ningún humano o ser viviente estuviera en la mira de ese hombre.

     Aunque este, después de buscar en el interior de su abrigo durante unos segundos, consigue ponerlos en un estado mucho más lamentable de nerviosismo al advertir de que ahí, entre el dedo índice y el medio, se encontraba la creación que por tanto tiempo les había ocultado: un pedazo de metal en forma de rectángulo, el cual daba aires de ser muy simple, y sacudiéndolo frente a sus rostros, les interroga:

—Muchachos, ¿qué opinan acerca de probar a este amigo?

—Que es algo apresurado, peligroso e imprudente. Los humanos no son tan estúpidos, señor.




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