Luna eterna

Capítulo 10 : El Despertar de la Fuerza Interior

El amanecer bañaba los campos con un resplandor dorado y cálido. Amara se despertó con la respiración aún agitada por los sueños que había tenido durante la noche. Su cuerpo temblaba con una energía que no terminaba de comprender del todo, como si la vida misma hubiese despertado dentro de su pecho. Artheya, su loba interior, la observaba desde el rincón más profundo de su mente, serena pero expectante.

En el centro de entrenamiento de la fortaleza de Alaric, la tierra estaba húmeda, cubierta de hojas secas y con el aroma de pino y tierra fresca. El viento soplaba con suavidad, rozando la piel de Amara como una caricia salvaje. Su respiración se acompasaba con el sonido de la naturaleza, mientras Kaelen la observaba desde las sombras de un roble, con su actitud tranquila pero alerta. Él era el encargado de entrenarla físicamente, de forjar su cuerpo como una extensión de su espíritu y el poder de Artheya.

—Hoy trabajaremos fuerza y equilibrio, —anunció Kaelen, entregándole dos dagas de madera.

Amara las tomó con manos temblorosas pero decididas. Su cuerpo aún se acostumbraba a los cambios que traía el despertar de su loba. Kaelen, paciente, le enseñó cómo colocarse, cómo mover los pies sin perder el eje, cómo usar su respiración como arma silenciosa. Cada movimiento era como una danza ancestral, entrecortada al principio, pero poco a poco se volvía más fluida.

A su lado, Artheya la animaba en sus pensamientos, con voz vibrante y alegre.

—¡Vamos, pequeña loba! ¡Muéstrales de qué estás hecha! —rugía en su mente, divertida.

Cada caída, cada tropiezo, Amara lo sentía en cada fibra. Pero también sentía el ardor en sus músculos como una promesa: estaba cambiando. Estaba renaciendo.

Más tarde, el entrenamiento se transformó en algo más profundo. Alaric se unió, no como alfa, sino como guía espiritual. La llevó a un claro en el bosque, donde el sol apenas tocaba el suelo. Allí, la conectó con la energía ancestral de la manada, un flujo invisible que vibraba a través de la tierra.

—Pon tus manos sobre el suelo, —le dijo con voz suave pero firme.

Amara obedeció. Sintió el calor de la tierra en sus palmas, la humedad, las raíces vivas que se escondían bajo sus dedos. Cerró los ojos y escuchó. El corazón del bosque latía, como un tambor lejano. Artheya se movió inquieta dentro de ella, respondiendo al llamado.

Y entonces, lo sintió: la corriente de poder que dormía bajo la piel. La fuerza de la loba ancestral, la memoria de su madre, el rugido del linaje que ella misma comenzaba a honrar.

—Eres ambas, Amara. Mujer y loba. Espíritu y carne. —le susurró Alaric, acariciando su mejilla.

En los días que siguieron, Amara entrenó con más intensidad. Aprendió a rastrear por olor, a leer los sonidos del bosque, a distinguir el lenguaje de los vientos. Cada día despertaba con nuevos reflejos, nueva fuerza. El cuerpo le dolía, pero el alma ardía con un fuego nuevo.

Una tarde, entrenando en el claro, logró fusionar a la perfección su fuerza física y sus sentidos aumentados. Podía correr como una sombra entre los árboles, esquivar ramas sin mirarlas, lanzar sus dagas con precisión y sin dudar. Artheya aullaba dentro de ella con orgullo.

—¡Lo sabías desde el principio! —gritó la loba en su mente—. ¡Eres una de las nuestras! ¡Eres fuerza nacida de fuego y luna!

Esa noche, frente al fuego del gran salón de raíces, Alaric la observó mientras comía en silencio. Él veía más allá de su piel sudada y sus cabellos desordenados. Veía a la futura líder, luna y a la loba que podía unir linajes antiguos.

—Cuando la oscuridad se acerque, —le dijo— no necesitarás esconderte. Porque tú arderás con tu propia luz.

Amara no respondió con palabras. Solo lo miró. Y en sus ojos, fuego y noche, estaba la promesa de una loba que había despertado.




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