—Deja de quejarte.
—No me quejaría si alguien no me hubiera obligado a entrar su mini Transilvania.
Me quejé cuando puso el algodón lleno de agua oxigenada en mi rodilla. El agua absorbió la sangre que seguía saliendo por la herida, poniendo de un color rojizo el blanco del algodón.
Braham hizo una mueca de asco, pero siguió curando la herida de mi rodilla y otras varias que me hicieron los vidrios al caer y cuando Braham me tiró a ellos.
Varios puntos de mi cuerpo estaban escociendo. Había elegido un mal día para ponerme un vaquero, porque este se había roto y tenía varias manchitas de sangre, al igual que me camiseta.
Sin embargo, lo que más me aterraba no eran las heridas, ni quiera la de mi rodilla, la más profunda, sino que llegaran los padres de Braham.
Había dicho que me iría a casa, pero no había tenido en cuenta que estaba en compañía de un vampiro que obtenía lo que quería.
La casa, por dentro, no era como lo imaginaba. Sus paredes eran blancas en su totalidad, cuando había esperado cosas negras u oscuras. Y tenían muebles de tapizados en telas cremas y beiges. No me iba al extremo de pensar que encontraría ataúdes por camas y muebles, pero una casa normal, sin telarañas en sus paredes, ni candelabros por lámparas, tampoco era lo que imaginaba al entrar al hogar de un vampiro.
Tampoco esperaba que fuera una casa normal, en un vecindario normal, con vecinos normales. Me esperaba un castillo, pasadizos secretos, lejanía con las personas que en realidad eran comida para ellos.
Sin embargo, sí que se sentía un ambiente extraño dentro. El aire parecía ser mucho más frío en comparación con el exterior, el silencio se sentía mucho más pesado y el ambiente era abrumador y asfixiante. Me sentía angustiada, pero Braham parecía muy concentrando, mirando mi rodilla.
—No necesitarás puntos, pero está profunda la herida, así que te pondré alguna venda para que te haga presión.
—¿Ahora eres médico? —Me miró con seriedad, cansado. Yo le sonreí con los labios apretados y hombros tensos. Mi cuerpo estaba preparado para salir corriendo en cualquier momento, aun cuando nunca sería más rápida que un vampiro.
Intenté concentrarme en la habitación de Braham.
Los vampiros, según lo que sabía, dormían poco. No lo necesitaban, pero en ocasiones sí debían reponer energía sin tener que recurrir a la sangre, así que sí, había una cama ahí, junto a muchas cajas apiladas.
—Me da pereza sacar todo cuando en cualquier momento nos debemos mudar. Un vampiro no puede quedarse mucho tiempo en un mismo sitio: todos notarían que no envejecemos.
—¿Cómo es que vives con tus padres?
—Te dije que te contaría esa historia luego. —Resoplé, hastiada.
Sí, me había dicho que luego me contaría esa historia, pero ¿cuándo sería ese día? Estaba cansada de esperar, cuando mi curiosidad estaba a tope. Vivía con sus padres, así que supuse que el vampiro que los convirtió lo hizo con todos los integrantes de la familia, pero había algo que no tenía sentido para mí, y es que Braham parecía muy confiado con los demás. Me recordaba, casi, a Alan, seguro de su poder por nacer en la luna azul.
De manera inevitable un pensamiento invadió mi mente, pero antes de poder ser consciente de él, Braham lo arrebató.
Lo miré con sospecha.
—Devuélvelo.
Me dio una sonrisa torcida. Sus sonrisas, aunque eran lindas, no me gustaban, porque siempre era una mueca burlesca que presagiaba que lo que saldría de su boca no me gustaría.
—¿Qué te devuelva qué?
—El pensamiento que me acabas de quitar. No tienes derecho ni permiso de meterte en mi mente, Braham.
Alzó una ceja, aun con su sonrisa socarrona que quería eliminar de un golpe. No le pegaría, no cuando de seguro su cuerpo me rompería los huesos de los dedos.
—Entonces aprende a protegerte de la persuasión de un vampiro. Es curioso que todos los licántropos sepan protegerse la invasión mental de nosotros, pero no se lo enseñen a sus parejas.
Un recuerdo inundó mi mente. Alan me había hablado de eso, sobre tener que saber protegerme de otra manera más que la física, pero yo había preferido seguir con el entrenamiento físico porque estaba confiada en mi collar.
Collar que no estaba funcionando, así que tenía mi mente como si fuera una casa con sus puertas abiertas a quien quisiera entrar.
—Ellos sí lo enseñan. Yo fui quien no quiso aprender.
Braham suspiró, apretando el ventaje que estaba poniendo en mi rodilla. Hice una mueca cuanto sentí que casi me cortaba la circulación.
—En todo caso sí sabes hacerlo. Has cerrado tu mente a mí algunas veces.
—No lo hago, no es algo que pueda controlar.
—He ahí tu respuesta del por qué no dejo de meterme en ella. —Me apuntó con su dedo—. No la dejes abierta y no me meteré en ella.
Refunfuñé.
Braham caminó hasta el armario, vacío porque su ropa y cosas estaban en cajas, dejando ahí la cajita que había sacado de un auto aparcado en la salida de la casa.
—Deja de pensar. Me das dolor de cabeza.
—Lo siento, se me hace imposible.
—No lo es, deja de temer. —Apretó su mandíbula—— No te haré nada.
—No puedes decirlo, eres un vampiro. —En un rápido movimiento tomó mi rostro entre sus manos. Me tensé un poco más y me pasmé al verlo tan cerca.
—Deja de decir eso, Abril. Me jode que digas lo que soy cada cinco putos segundos.
Miré sus ojos. Quería responderle, pero no puede; no porque haya pasado algo extraordinario mientras veía sus ojos, sino porque la puerta se abrió sola, o no sola sino por causa de alguien a quien el cuerpo de Braham me impedía ver.
Me tensé cuando Braham lo hizo.
—¿Pensabas comer solo?
Abrí mis ojos al tope cuando escuché esa voz ronca y desconocida.
Mis manos, agarradas a la sábana de la cama, se cerraron más por el temor. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal cuando el frío en la habitación se congeló más cuando Braham me soltó, permitiéndome ver al hombre que había llegado.
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Editado: 08.06.2021