Lybendol flotaba majestuosa sobre el mundo, una ciudad levitante de inigualable esplendor. Como una joya suspendida en el cielo, su isla irradiaba un poder arcano que era tan antiguo como el tiempo mismo. La magia que sostenía a Lybendol era una fuerza viva, pulsante.
Rica en magia y recursos, Lybendol era un baluarte militar de vital importancia. Sus tierras fértiles producían cosechas abundantes, y sus defensas eran, literalmente, impenetrables. Un escudo mágico de deslumbrante energía rodeaba la isla. Los Lynhes era la sociedad que había transformado Lybendol en una fortaleza aérea.
Los Lynhes eran una civilización extraordinaria, guiada por un ideal de perfección. Distinguibles por sus enormes alas blancas, estos majestuosos seres eran conocidos por su destreza en el arte de la guerra y su devoción a la cultura y las artes.
El gobierno de Lybendol era una amalgama de tradición y democracia. El parlamento, formado por los Lynhes de mayor renombre y sabiduría, era elegido por el pueblo. Estos líderes, seleccionados no solo por su linaje sino también por sus logros y reputación, guiaban a la ciudad flotante en tiempos de paz y conflicto.
Bajo la superficie de la isla, sin embargo, existía otro mundo: los túneles. Estos corredores subterráneos eran una vasta red de galerías y pasadizos, producto de siglos de excavación en busca de los valiosos minerales y metales que yacían en el corazón de la tierra. Hyura, un joven sin alas, vivía en estos túneles. Su hogar era un mundo de sombras y silencio, lejos del brillo y la gloria de Lybendol en la superficie.
Los túneles eran el dominio de los mineros y artesanos, quienes extraían y forjaban materiales mágicos y mundanos para armar y proteger la ciudad. A pesar de su ubicación subterránea, los habitantes de los túneles compartían el mismo orgullo que sus vecinos de la superficie por formar parte de la grandiosa Lybendol. Las armaduras y armas forjadas en las profundidades eran codiciadas en toda la región, infundidas con el poder de la tierra misma.
A pesar de su esplendor, una sombra se cernía sobre Lybendol. La envidia de otros pueblos crecía a la par de su fama. Las riquezas y la magia de la ciudad flotante eran el objeto de deseo de naciones menos afortunadas, que miraban con codicia sus tesoros y su poderío militar. El escudo mágico que protegía a Lybendol había mantenido a raya a sus enemigos, pero la amenaza siempre estaba presente, esperando el momento adecuado para atacar.
En el corazón de los túneles, donde la luz del sol nunca alcanzaba, se encontraba el hogar de Hyura: una modesta cueva excavada en la roca viva. La cueva, pequeña y acogedora, estaba iluminada por una lámpara mágica que colgaba del techo, proyectando un cálido resplandor sobre las paredes ásperas. En un rincón, una cama de paja, sencilla pero cómoda, era el refugio diario del joven.
Hyura yacía en su cama de paja, con los pies descansando contra la pared de piedra, mientras el murmullo lejano de las gotas de agua que caían de las tuberías llenaba el aire con una melodía monótona. Su cabello negro, despeinado y desordenado, caía sobre su frente, y sus ojos gris acerado estaban fijos en el techo, inmersos en pensamientos profundos.
La vida en los túneles no era fácil. Hyura había aprendido a aceptar su existencia en esta parte del mundo, lejos del esplendor de la ciudad flotante que se alzaba sobre su cabeza. El no tener alas hacia que sintiera una profunda desconexión con el mundo superior, donde la magia y la grandeza de Lybendol se entrelazaban con los sueños y esperanzas de su gente. Este aislamiento era especialmente doloroso en la víspera de las Pruebas de los Guardianes, el momento crucial en que se determinaría quién podría ascender y proteger la ciudad flotante.
Asqueado de sus pensamientos y de no poder dormir, decidió dar una vuelta, esperando que el movimiento despejara su mente y aliviara la opresión en su pecho. Tenía cuidado de no despertar a su familia de acogida, pues Hyura era huérfano y su vida se había entrelazado con la de quienes lo habían adoptado en este rincón olvidado de la ciudad.
Salió de la cueva y se adentró en los pasillos oscuros del túnel principal. El aire frío del subsuelo le envolvía con una humedad que calaba sus huesos, penetrando cada fibra de su túnica y haciéndole tiritar ligeramente. Las paredes de piedra, rugosas y centenarias, parecían susurrar historias olvidadas, y sus dedos apenas rozaban la superficie mientras avanzaba, siguiendo las sinuosas curvas del camino.
El eco de sus pasos resonaba de manera inquietante, como si un espectro invisible replicara cada movimiento en la penumbra. Cada pisada era amplificada por las paredes, creando una sinfonía rítmica que rompía el silencio sepulcral de los túneles. El sonido era a la vez tranquilizador y perturbador, recordándole que, aunque solo, no estaba del todo aislado en aquel laberinto subterráneo.
A lo largo del túnel, lámparas mágicas colgaban a intervalos irregulares, emitiendo un resplandor pálido y fantasmal. Estas luces flotaban en el aire, sostenidas por cadenas de plata que destellaban con la suave vibración de la magia que contenían. Sus llamas, de un azul etéreo, proyectaban sombras que danzaban en el suelo, creando figuras caprichosas y cambiantes que parecían cobrar vida con cada parpadeo.
El frío aire se entrelazaba con el aroma terroso y metálico que emanaba de las profundidades, una mezcla de moho y hierro que impregnaba el ambiente. El sonido distante de agua goteando desde las estalactitas resonaba como una tenue melodía, un recordatorio constante del río subterráneo que alimentaba la tierra y sostenía la vida en Lybendol.
Mientras avanzaba, el túnel se curvaba y bifurcaba. Las paredes de roca estaban grabadas con runas antiguas que destellaban de forma intermitente, un idioma arcano que contaba las historias de los primeros habitantes de Lybendol. Hyura, aunque incapaz de leerlas, se sentía conectado con sus antepasados, aquellos valientes exploradores que una vez labraron su hogar en la tierra.