En el pueblo siempre decían que la casa de la colina estaba maldita.
Que allí vivía La Madre de Huesos, una bruja vieja como la misma tierra, con dedos como ramas secas y ojos tan blancos que parecía que ya estaba muerta.
Yo no lo creía. Hasta que desapareció mi hermana.
La policía no hizo nada. Nadie quería subir a la colina.
Así que fui yo.
El olor a podredumbre empezó antes de llegar a la puerta. Un humo espeso salía por la chimenea, pero no olía a leña... olía a carne hervida.
Empujé la puerta. Dentro, un caldero negro burbujeaba, tan grande que podría esconder un cuerpo entero.
Y lo escondía.
Reconocí el colgante de mi hermana flotando entre la espuma rojiza.
La Madre de Huesos estaba de espaldas, murmurando algo en un idioma que no entendí. Con cada palabra, las paredes parecían palpitar como si fueran carne viva.
Vi que dentro del caldero no sólo había huesos... había rostros. Rostros enteros, como máscaras arrancadas, que se movían como si quisieran gritar.
—Llegaste tarde —dijo sin girarse—. Pero puedo devolvérsela.
Me ofreció una copa llena del líquido del caldero.
—Bebe, y vivirá en ti.
La copa temblaba en mi mano. Tenía miedo de probarla... y miedo de no hacerlo.
Lo hice.
El sabor era metálico, denso, como sangre mezclada con tierra. Me ardió la garganta, y sentí que algo vivo se arrastraba por dentro.
Una voz susurró mi nombre... la voz de mi hermana.
Ahora la escucho todo el tiempo.
De noche, me pide que abra la boca para que pueda salir.
Y a veces, en el espejo... su cara aparece donde debería estar la mía.
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Editado: 24.08.2025