La invitación llegó en un sobre negro, sin remitente.
Solo decía: “Medianoche. Vístete bien. Ven con hambre.”
Pensé que era una broma, pero la dirección estaba a solo tres calles de mi casa, en una mansión antigua que creía abandonada.
Me recibió un hombre alto, delgado como un esqueleto, vestido de traje rojo.
Me condujo a un comedor enorme. La mesa estaba repleta: carnes asadas, frutas brillantes, copas de vino tan espeso que parecía sangre.
Los demás invitados sonreían, pero sus dientes eran demasiado afilados.
No me sirvieron plato.
Pusieron frente a mí una bandeja cubierta con una campana de plata.
Cuando la levantaron… reconocí una mano humana, todavía con anillos.
La piel estaba dorada y crujiente, como cerdo al horno.
Y lo peor: olía delicioso.
Nadie hablaba, solo masticaban. El sonido era húmedo, viscoso.
En la cabecera, el anfitrión alzó su copa.
—La carne es más dulce cuando aún late.
Dos hombres arrastraron algo al centro de la mesa.
Era una mujer viva, amordazada, con los ojos desorbitados.
Le cortaron un trozo del muslo, y ella gritó, ahogado por la mordaza.
La carne, aún humeante, fue repartida como si fuera un manjar.
Cuando quise salir, me detuvieron.
Uno de los comensales sonrió y me tocó el brazo.
—No has probado nada, invitado. Aquí todos debemos comer… y ser comidos.
Ahora soy yo el que está en la mesa.
Puedo ver cómo afilan los cuchillos.
Y siento el calor del horno detrás de mí.
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Editado: 24.08.2025