Cada treinta años, en la aldea Bronx, la luna llena se tiñe de un rojo viscoso.
Esa noche, todos se encierran… todos menos los que llevan la marca.
Yo tenía la marca.
Comenzó como un calor insoportable en la columna.
Sentí cómo cada hueso se desgarraba desde dentro, cómo las uñas se alargaban rompiendo la carne de mis dedos.
La piel se me estiró, se agrietó, y la mandíbula se abrió tanto que escuché el chasquido de mi propio cráneo.
Caí de rodillas, babeando sangre, mientras mis piernas se quebraban para volver a armarse en un ángulo imposible.
Vi mis manos convertirse en garras.
El aire olía a hierro… y me di cuenta de que era mi propia sangre saliendo a borbotones.
No recuerdo haber corrido, pero de pronto estaba frente a la casa de mi vecina.
Pegué la oreja a la puerta… podía escuchar su corazón latiendo, acelerado, y ese sonido me hizo salivar.
Cuando la luna se ocultó, desperté desnudo en medio del bosque, con trozos de carne bajo las uñas y el sabor de la vida ajena en la lengua.
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Editado: 24.08.2025