La primera mordida no dolió.
Fue como una caricia helada en el cuello, una presión suave que apenas alcancé a registrar… hasta que la piel se rompió y el calor se me escapó por la herida.
Volteé y no vi un rostro humano.
Los ojos eran como los de un lobo enfermo, la piel estirada sobre los huesos y los dientes… demasiado largos para cerrar la boca.
Su respiración era agitada, como si estuviera oliendo cada gota de miedo que yo exhalaba.
Me empujó contra la pared y sentí sus dedos hundirse en mis costillas, buscando algo más que mi sangre.
No bebía como en las películas… arrancaba, sorbía con un sonido viscoso, y luego escupía pedazos de carne que no le servían.
Cada vez que su lengua áspera tocaba la herida, una corriente helada me recorría la columna.
Cuando pensé que iba a morir, se detuvo.
Me miró a los ojos… y me sonrió, con la boca empapada en mi sangre.
No me mató.
Me dejó vivo, pero con una sed quemándome por dentro…
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Editado: 24.08.2025