El hospital llevaba cerrado más de veinte años, pero esa noche juraría que no estaba vacío.
Las lámparas colgaban del techo como huesos rotos.
El olor… era el mismo que recuerdo de cuando trajeron a mi padre muerto: hierro, y algo más dulce… como fruta podrida.
Caminé hasta la antigua sala de urgencias. El piso estaba cubierto de charcos oscuros que no querían reflejar la luz de mi linterna. Cada paso hacía que algo viscoso se pegara a mis zapatos.
Entonces lo escuché: un goteo lento, pero no de agua… ploc… ploc… ploc.
La camilla del centro estaba ocupada. Un cuerpo cubierto por una sábana gris, tan vieja que parecía pegada a la piel. Me acerqué, y la tela se movió… como si algo respirara debajo.
Cuando la levanté, casi vomité: el cadáver tenía la boca cosida con alambre, y en su pecho había un agujero abierto, donde algo seguía latiendo.
Las luces parpadearon y vi que no estaba solo.
Había siluetas al fondo, todas con batas médicas manchadas. No tenían ojos… solo agujeros negros donde debería haber piel.
Uno de ellos llevaba una bandeja metálica. Encima, algo que reconocí de inmediato: mi corazón.
No recuerdo haber gritado, pero ellos sí me escucharon.
Se acercaron, arrastrando bisturís, agujas y pinzas, mientras sus pies dejaban huellas sangrientas.
El del corazón lo levantó, y lo apretó con fuerza. Sentí un dolor insoportable dentro del pecho, y caí de rodillas.
Lo último que vi fue su boca, abierta demasiado, mientras me susurraba con voz tenebrosa:
—Ahora eres uno de nosotros.
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Editado: 24.08.2025