En un barrio olvidado por los mapas, había una tienda que no tenía nombre. El letrero estaba tan carcomido que solo quedaban astillas. Dicen que el dueño, un hombre de piel de pergamino y lentes redondos, la abría solo cuando “llegaba un nuevo objeto para su colección”.
Una noche de lluvia, Clara, una joven costurera, entró buscando refugio. El Sr. Caligari la recibió con una sonrisa que mostraba demasiados dientes, como si nunca hubiera dejado de sonreír en su vida.
—Todo aquí tiene un dueño —susurró—. Pero a veces, el dueño no sabe que ya lo posee.
Clara no entendió pero siguió paseando entre vitrinas polvorientas: muñecas de porcelana con ojos reales que parpadeaban, relojes que sangraban en lugar de marcar la hora, y una campana de cristal que contenía un corazón palpitante… aún caliente.
En el fondo, vio un espejo. No reflejaba su rostro, sino una versión suya, más pálida, con los ojos hundidos y la boca cosida. Esa otra Clara alzó la mano y tocó el cristal… pero por dentro. Las puntadas comenzaron a romperse, hilo negro cayendo al suelo, y del espejo salió un susurro que no era suyo:
—Hace tanto que te esperamos.
El Sr. Caligari apareció detrás de ella, colocándole suavemente la mano en el hombro.
—Ahora que te has visto… ya no puedes irte.
Cuando el espejo tragó a Clara, su reflejo sonrió con sus dientes manchados, y salió caminando a la calle bajo la lluvia. La tienda cerró sus puertas. El letrero, al caer, dejó ver el nombre grabado detrás:
“Coleccionista de Almas”.
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Editado: 24.08.2025