En el extremo más viejo del pueblo, donde las casas se amontonan como huesos podridos y el aire huele a agua estancada, había una vivienda que nadie reclamaba. No tenía dueño, aunque siempre se decía que alguien vivía dentro… alguien, o algo.
La puerta era de madera oscura, hinchada por la humedad, con un cerrojo que no parecía cerrado, pero que nunca cedía al tacto. Las ventanas estaban cubiertas con cortinas raídas que, a veces, se movían como si una mano invisible las apartara. Y, lo más extraño, era el sonido.
No eran pasos. No era viento.
Eran voces. Decenas. Susurros apretados, como si todas hablaran al mismo tiempo, pidiendo algo. O advirtiendo algo.
La historia que contaban los viejos era siempre la misma: quien entraba a esa casa volvía… pero con menos palabras. Como si le arrancaran de la lengua los sonidos que más amaba decir: nombres, secretos, promesas.
Emma, la hija de un carpintero, no creía en nada de eso. Una noche de luna opaca, empujó la puerta y sintió que cedía como carne blanda. Adentro, el aire estaba tibio, demasiado tibio. Y las paredes… respiraban.
No había muebles. Solo retratos colgando torcidos, todos de rostros sin boca. Cada cuadro parecía seguirla con la mirada mientras avanzaba. Las voces se hicieron más claras:
"Entrégala… entrégala…".
En el centro de la sala, un espejo ovalado la reflejaba… pero sin lengua. Abrió la boca y no vio más que un hueco oscuro. Se tocó, y sintió algo húmedo y caliente arrastrarse hacia su garganta.
Corrió, pero las voces se pegaron a sus oídos como gusanos dentro de un cadáver. Dicen que volvió a su casa al amanecer, sonriendo con una boca perfecta… pero que nunca volvió a pronunciar palabra alguna.
La casa sigue ahí, esperando al siguiente curioso.
Y cada noche, si te acercas lo suficiente, puedes escuchar cómo las lenguas que ha robado siguen murmurando, desesperadas por escapar.
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Editado: 24.08.2025