Madre Del Caos

Capítulo 1: Conejo

SIENNA

El hambre tiene garras. Y esta noche, nos está arañando desde dentro.
—Dispara, Astrid —siseo, con el arco ya en tensión—. No pienses. Solo hazlo.

El bosque no respira. Es un abismo detenido, cargado de sombras, donde cada rama parece observarnos. La luna, apenas una uña afilada, tiembla sobre los árboles y el viento trae consigo el olor a tierra mojada, a ceniza lejana, a miedo antiguo.

Y ahí está, el conejo, masticando tranquilo, ajeno al hecho de que su vida es lo único que se interpone entre nosotras y otra noche con el estómago vacío.
Astrid tiembla. La flecha baila en sus dedos como si no quisiera ser disparada. Sus ojos me buscan, grandes, asustados, como si aún esperara que todo esto sea un mal sueño.

Pero no lo es.
Y yo no tengo tiempo para esperar.

Disparo. Dos veces. Dos cuerpos caen.
Silencio.

Astrid me mira como si le acabara de romper algo sagrado.
—Algún día entenderás —le digo mientras recojo los cuerpos—, que lo sagrado no alimenta.

Ella no responde, solo acaricia al conejo como si aún respirara. No está hecha para esto, pero este mundo no nos pregunta qué queremos ser.

Nuestra cabaña es un montón de madera podrida sostenida por clavos oxidados, no hay calor, no hay hogar, solo restos de una infancia desarmada entre golpes, gritos y noches sin pan. Nos crió un hombre que nunca nos quiso, y las paredes aprendieron a callar junto a nosotras.

Mientras ella limpia los cuerpos con una delicadeza que me enfurece, yo separo la piel con la precisión de quien no puede darse el lujo de temblar. Lo hacemos sincronizadas, no por amor al oficio, sino porque no nos queda otra, somos mellizas, y lo único que tenemos es la una a la otra.

El mercado es un griterío de voces, olores y cuerpos. Astrid se detiene ante cada tela de color, como si nunca los hubiera visto antes, como si la miseria no nos hubiera desgastado la vista. Yo solo quiero terminar, vender, volver.

Vendemos las pieles, compramos pan duro y carne seca. Es poco, pero suficiente.
Suficiente para seguir.

Al regresar, lo encontramos.
Nuestro padre. Si es que aún merece ese nombre.
Tirado en la entrada, oliendo a licor agrio, con la boca abierta en un ronquido grotesco.

—Levántate, maldito.

Gruñe y abre los ojos con dificultad. Su mirada es vidriosa, perdida. No hay nada allí. Nunca lo hubo.

Le pateo el costado, no muy fuerte, pero lo suficiente para que gruñe. Su mirada se pierde en un punto que no existe, y yo entro a la cabaña.

Astrid me sigue sin decir palabra. Ella nunca lo enfrenta, nunca. Yo sí. Siempre lo haré.

Dormimos juntas, espalda con espalda, como si así las pesadillas fueran más pequeñas. Ella cierra los ojos rápido, como si eso la protegiera. Yo no puedo dormir.

Miro el techo, las grietas, los huecos por donde entra el frío, y en mi cabeza se repite una escena una y otra vez.

Tenía siete años cuando el hambre me enseñó a matar.
Él se había ido, sin decir adónde, sin decir cuándo volvería, y el invierno nos golpeó como una bestia. Astrid lloraba, yo no podía más. Entonces vi a la ardilla, pequeña, confiada, ajena a nuestra desesperación.

No sabía cazar, no sabía nada, pero sabía que tenía que sobrevivir. Tomé una piedra, la lancé. Cayó. Corrí. La atrapé. La maté con mis manos.

Astrid lloró. Yo la obligué a comer.
Y cuando él volvió, borracho, riéndose de nuestra miseria, nos arrastró al exterior y nos echó agua helada encima.
“El frío forja el acero”, dijo. “Y ustedes serán dagas o ratas.”

Después vinieron los cuchillos, los cuerpos, las pruebas.
A los diez años nos entregó un arma y una orden: matar a un hombre.
Astrid no pudo.
Yo lo hice.

Y así fue como crecimos, no con amor, sino con filo, no con juegos, sino con cicatrices.

Astrid aprendió a envenenar. Yo aprendí a degollar.
Ella susurra. Yo actúo.
Juntas dejamos de ser presas. Y aprendimos que para vivir, alguien más tiene que morir.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.