Madre Fenix

El Estallido de Cenizas

La oscuridad del Bastión del Fénix no era ausencia de luz, sino un abismo que parecía absorber los susurros de la piedra misma. Flora Rayark se incorporó con el cuerpo aún adormecido por el sueño. Un eco lejano, un quejido metálico de látigos de viento y el golpe sordo de escudos contra madera la sacudieron del todo. Los muros temblaron bajo el estruendo: el asedio había comenzado.

El pasillo donde se encontraba su cámara, construido con vigas macizas de roble ennegrecido, ardía en tonos verdes y ocres gracias a las antorchas encantadas por las sacerdotisas de Moriena. El humo denso le cortaba la garganta con cada bocanada. El olor amargo a ceniza y carne quemada le recordó la crueldad de la guerra y el precio de la traición. Sus pies descalzos tocaron la piedra fría, y por un instante creyó sentir el pulso del fénix latir bajo sus pies.

Con manos temblorosas, la princesa desabrochó la capa bordada con plumas doradas. Cada hilo relucía con un tenue resplandor, recordándole la promesa ancestral de renacer de las cenizas. La daga entregada por Sir Elian rozó su muslo; la empuñadura se sentía familiar, un peso tibio en medio del caos. Antes de descolgarla, cerró los ojos y respiró hondo, intentando calmar el retumbar de su corazón.

Al girar hacia la puerta, un chorro de luz verde la iluminó desde el final del corredor. El centinela que custodiaba la planta baja, con la armadura abollada y la visera levantada, alzó la voz entre jadeos:

¡Su Alteza! ¡Al enemigo le basta un asalto más para tomar la muralla inferior!

Flora tragó saliva y asintió. El miedo debía ceder ante el deber. Con la daga en mano y la capa enrollada al brazo, se deslizó por el corredor. El eco de sus pasos se mezcló con los gritos de guerra y los gritos de los heridos tendidos en el suelo.

En el vestíbulo, Sir Elian Urbol esperaba junto a Moriena. Él, con la armadura de placas negras bruñidas, mostró un destello de alivio al verla. Ella, con túnica carmesí y brazaletes de bronce, apretó el tomo sagrado contra su pecho.

Ha llegado el momento, susurró Moriena sin aliento. Los sellos del Santuario agonizan; el ritual debe hacerse antes de que profanen la bóveda.

Sir Elian ladeó la cabeza y escudriñó la oscuridad. De pronto, un estruendo sacudió el patio interior: el primer baluarte había caído. Fragmentos de arcilla y madera llovieron desde lo alto del muro.

Los Halcones Dorados no conocen la piedad, murmuró Elian. Debemos reagrupar a los nuestros.

Flora sintió una punzada de rabia. No era solo un asedio: era la condena de su linaje. Avanzó y, con voz firme que retumbó en el vestíbulo de piedra, dio la orden:

Agrupa a los cincuenta leales de la Guardia Escarlata en la Sala del Trono. Moradores, abrid las puertas blindadas y retened a quien no lleve el sello del Fénix.

Elian y Moriena la rodearon mientras descendían las escaleras de mármol. Cada escalón proyectaba sombras alargadas que se desdoblaban en la penumbra. El sonido de cascos resonó en la rampa, refuerzos enemigos avanzaban.

En la penumbra de un pasillo lateral, un asaltante encapuchado trató de emboscarlos. Silueta oscura, daga al cinto, respiración igual de temblorosa que la de Flora minutos antes. El guerrero saltó al flanco de la princesa, pero antes de que alzara la espada, Flora se puso de pie, destrozando el miedo.

¡Basta! gritó levantando la daga. ¡Aquí manda la princesa Rayark!

El asaltante vaciló un segundo. Sir Elian, con un tajo preciso, lo desarmó. Moriena, desde atrás, invocó un murmullo de poder antiguo para inmovilizar al enemigo con una barrera de chispas azules.

La niña de trece años se mantuvo erguida, consciente de cada latido de sus aliados. Sabía que cada gesto se ampliaba en la memoria de los demás: un signo de esperanza o de derrota. Dejó al asaltante inconsciente y avanzó con paso seguro.

Al llegar a la puerta de la torre del fénix, el estruendo de las catapultas retumbó como un dragón exhalando fuego. Flora alzó la vista: Elaine, su fénix, surcaba la noche con alas de humo y brasas.

La batalla había comenzado, y la heredera Rayark, con la daga sangrienta, se preparaba para escribir el primer verso de su épica de cenizas.

El pasillo que conducía a la Sala del Trono olía a sudor y desesperación. Flora, Sir Elian y Moriena avanzaron entre guardias ataviados con escudos resquebrajados y yelmos hendidos. A cada paso, la princesa observaba rostros jóvenes y curtidos, algunos llorosos, otros endurecidos por la guerra. En las miradas silenciosas de sus leales halló la chispa de esperanza que necesitaba avivar.

Al entrar en la cámara, dos hileras de columnas se alzaban como árboles petrificados, y las antorchas consumían el aire con un crepitar deflagrante. El tapiz detrás del trono mostraba al primer Daelor Rayark, flanqueado por tres fénix en pleno vuelo. La estatua de piedra del emperador yacía partida en dos, testigo mudo de traiciones pasadas.

Su Alteza, anunció el Capitán Lyrion, con voz ronca—. Hemos perdido el ala sur. Los Halcones Dorados cargan contra nuestros arietes.

El rostro de Flora no cedió espacio a la duda. A su lado, Elian empuñó la espada y Moriena alzó el tomo con las runas centelleando.

Convocad a los arqueros a las almenas del segundo muro, ordenó. Y vosotros, se volvió hacia un soldado nervioso, traed al herido de la cúpula este.

Mientras el soldado corría, la princesa se inclinó hacia Sir Elian.

¿Cuántos hombres podemos concentrar aquí?

No más de treinta, respondió él, apretando los labios. El resto combate en el patio. Sus ojos se clavaron en Flora. No podremos resistir mucho tiempo.

Un gemido ahogado llamó la atención de Moriena. Una arquera joven yacía en la penumbra de la galería, apenas consciente. Con delicadeza, la sacerdotisa apoyó una mano luminosa sobre la herida.

Sobrevivirá, pero necesita reposo, dijo Moriena. El veneno de sus flechas es extraño.




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