Madre por Contrato

Capítulo 3

Alexander mandó un chofer por mí. Vamos de camino a la casa... o mejor dicho, a la mansión, porque cuando la veo ante mis ojos, me cuesta procesar su inmensidad.

Las puertas de hierro forjado se abren lentamente, revelando un extenso camino de piedra rodeado de árboles altos y perfectamente alineados. A medida que avanzamos, la majestuosidad de la propiedad se hace más evidente. La casa—si es que se le puede llamar así—es una imponente estructura de varios pisos, con grandes ventanales de cristal reflejando la luz del sol. Su diseño es moderno y elegante, con detalles en mármol y madera oscura que le dan un aire sofisticado.

El jardín frontal es un espectáculo en sí mismo: arbustos meticulosamente podados, una fuente central con esculturas de mármol y un césped tan perfectamente cortado que parece sacado de una revista. La entrada principal tiene enormes columnas blancas que sostienen un balcón en el segundo piso, dándole un aire casi palaciego.

El auto se detiene frente a la escalinata principal y el chofer baja rápidamente para abrirme la puerta. Respiro hondo antes de salir, intentando asimilar que este es mi nuevo lugar de trabajo.

Antes de que pueda avanzar, la enorme puerta de madera se abre y una mujer de mediana edad, vestida con un uniforme impecable, me recibe con una expresión cordial pero profesional.

—Bienvenida, señorita Carter. El señor Vance la está esperando. Sígame, por favor.

Asiento, aún asombrada por la inmensidad del lugar, y la sigo hacia el interior, lista para enfrentar mi primer día en este mundo completamente ajeno al mío.

La mujer camina a mi lado con pasos firmes y seguros mientras me guía por los pasillos impecables de la mansión. Su tono es neutral, pero su manera de hablar me deja claro que no hay espacio para errores en este lugar.

—El señor Vance es un hombre extremadamente ocupado, por lo que no tolera interrupciones innecesarias —comienza a decir sin mirarme—. A menos que se trate de algo relacionado con el pequeño Ethan, evite molestarlo mientras trabaja.

Asiento en silencio, memorizando cada palabra.

—Los horarios del niño deben respetarse con precisión. Se despierta a las siete de la mañana, desayuna a las ocho, tiene su hora de juegos, su siesta a las dos de la tarde y cena a las seis. Después del baño, debe estar en la cama a las ocho en punto.

Paso mi mano por mi pantalón, secando el sudor repentino de mi palma. Todo parece más estricto de lo que imaginé.

—No se permiten visitas personales. El señor Vance es un hombre privado y no quiere extraños en su hogar.

—Entiendo —respondo de inmediato.

Giramos en una esquina y entramos en un largo pasillo de paredes blancas y cuadros minimalistas. Todo en esta casa es impecable, lujoso, pero terriblemente frío. No hay fotografías familiares, ni juguetes esparcidos por el suelo, ni risas resonando en el aire. Es como si aquí no viviera un niño de un año, sino solo Alexander Vance y su impecable necesidad de orden.

—Si el niño necesita algo durante la noche, usted será la encargada de atenderlo —continúa la mujer—. Su habitación estará en el ala este, cerca de la del pequeño.

Me sorprende la noticia. Pensé que simplemente trabajaría durante el día y regresaría a mi casa en las noches.

—¿Debo quedarme aquí a vivir?

—Por supuesto —responde con naturalidad—. Está en su contrato.

Muerdo mi labio, procesando la información. Sé que no tengo otra opción. Acepté este trabajo porque lo necesito, pero ahora entiendo que estaré bajo la estricta mirada de Alexander Vance las veinticuatro horas del día.

Nos detenemos frente a una puerta de madera oscura y la mujer me mira con expresión seria.

—El señor Vance es un hombre exigente, pero mientras cumpla con sus responsabilidades, no tendrá problemas. Ahora entre, la está esperando.

Respiro hondo antes de girar el picaporte y adentrarme en la oficina de mi nuevo jefe.

Entro a la oficina y apenas doy un paso dentro, una vocecita tierna y dulce rompe el silencio.

—Mamá... —dice Ethan, mirándome con una enorme sonrisa.

Mi corazón se detiene por un segundo. No sé cómo reaccionar. Mi garganta se cierra y siento una extraña presión en el pecho. No esperaba esto. No esperaba que un niño que apenas me ha visto un par de veces me llamara de esa forma.

Antes de que pueda decir algo, Alexander se aclara la garganta y corrige con su tono frío e inmutable:

—Ethan, ella es tu niñera. Se llama Sophie.

El pequeño frunce el ceño por un momento, como si estuviera procesando la información, pero enseguida se acerca a mí con su carita curiosa y su energía infantil intacta.

—¿Juegas conmigo? —me pregunta con esos ojos enormes y brillantes llenos de ilusión.

Suelto un pequeño suspiro y le sonrío con dulzura, arrodillándome un poco para estar a su altura.

—Por supuesto que sí —le digo suavemente—, pero primero debo hablar con tu padre.

Ethan asiente con entusiasmo y corre de regreso a la alfombra donde tiene esparcidos algunos juguetes. A pesar de la frialdad de esta casa, parece encontrar su pequeño mundo de alegría en las cosas más simples.

Me enderezo lentamente y al alzar la vista, encuentro la mirada intensa de Alexander fija en mí. Hay algo en su expresión que no logro descifrar. Quizá sorpresa, quizá molestia... o quizá nada, porque el hombre frente a mí parece un muro impenetrable.

—Siéntate —ordena con su voz firme, señalando la silla frente a su escritorio.

Tomo asiento, intentando ignorar la sensación extraña que aún me deja la palabra que Ethan dijo al verme entrar. Mamá...

Alexander me mira fijamente desde su escritorio, con esa expresión severa y controladora que parece ser su sello personal.

—Pásame el contrato firmado —me dice sin rodeos.

Saco los documentos de mi bolso y se los entrego. Sus dedos largos y firmes los toman con precisión, y en silencio comienza a revisarlos.




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