Mala Mía

Cara a cara

Más tarde, en el salón principal...

Entré con paso firme, decidida a ignorarlo por completo. Pero ahí estaba él... apoyado contra la pared, con los brazos cruzados y esa maldita mirada que parecía saber exactamente qué botón presionar en mí.

—¿Te molesta que respire también? —soltó con sarcasmo—. Lo digo para estar preparado.

Me detuve en seco, fulminándolo con la mirada.

—Lo que me molesta es tener que compartir el aire con alguien tan engreído.

Se despegó de la pared, acercándose con esa sonrisa peligrosa que ya conocía demasiado bien.

—Y sin embargo, aquí estás... buscando pelea. O tal vez solo buscas mi atención.

Apreté los puños.

—¿Tú? ¿Atención? Prefiero lanzarme al mar con piedras en los bolsillos.

—No seas tan dramática, princesa —susurró con voz grave—. Me miras como si quisieras matarme... o besarme. No sé cuál me gusta más.

Le lancé un cojín con toda la rabia que llevaba encima.

—¡Eres un idiota! ¿Quién te dio derecho a invadir mi espacio, mi casa... mi vida?

Me tomó de la muñeca antes de que pudiera girarme, su agarre firme, casi posesivo.

—Eso tendrás que preguntárselo a tu papá —murmuró sin apartar los ojos de los míos.

Me zafé con furia.

—¡Claro! Porque todos están de tu lado, ¿no? Te crees irresistible y no entiendes que no te soporto.

Se acercó de nuevo, tanto que sentí el calor de su aliento sobre mi rostro.

—¿De verdad? Porque cada vez que te acercas, tiemblas. Y no precisamente de odio.

Mi corazón latía como loco, respiraba agitada, como si acabara de correr kilómetros.

—¡Lo que me cuesta es no golpearte cada vez que abres esa maldita boca!

—Y sin embargo... aún no lo haces —murmuró en un susurro oscuro, cargado de tensión.

—Lo que no entiendo es por qué te enojas conmigo —agregó, como si realmente creyera que estaba en lo correcto—. Yo no te hice nada, solo cumplo con mi trabajo.

—¿Quieres saber por qué me enojo? —repliqué entre dientes—. Pues deja que te lo explique: no necesito a una niñera para que me cuide, y mi papá no lo quiere entender.

Él arqueó una ceja, con una media sonrisa molesta.

—¿Me acabas de llamar niñera? Al parecer estás confundida. Lo que hago es cuidarte, no limpiarte los mocos ni cambiarte el pañal. Hay niveles de diferencia.

Entonces fue cuando perdí la paciencia por completo.

Lo empujé con fuerza, clavando mis manos en su pecho.

—¡Puedo cuidarme sola, Dante!

No esperé respuesta. Me di la vuelta y subí las escaleras a toda velocidad. Cerré la puerta de mi habitación con un portazo y me tiré sobre la cama, intentando controlar el temblor que aún sentía en las manos.

Justo en ese momento, vibró mi teléfono. Un mensaje en el grupo.

Sol: "¡Avisó! Esta noche habrá carrera. No es opcional, todas tienen que ir."

Karla: "Nos vemos en mi casa. Sin policías esta vez, por favor... solo adrenalina y diversión."

Sonreí, sintiendo cómo se me aceleraba el pulso. Tecleé rápido, con la decisión ya tomada.

Yo: "¿Perdérmela? Ni loca. Esta noche corro sí o sí. Veré cómo me escapo."

Después de leer el mensaje, la emoción me recorrió como un chispazo eléctrico. No pensaba perderme esa carrera. Tenía que idear un plan, y tenía que ser perfecto.

Después de pensarlo tantas veces, tuve una gran idea: iba a escapar por la ventana de mi habitación. La verdad no sabía cómo iba a bajar, ya que era muy alto. Después se me ocurrió la gran idea de hacer una cuerda con las sábanas que tenía en el clóset. Por supuesto, no debía hacer nada de ruido, ya que la habitación de Dante estaba al lado de la mía. Pero para que mi plan funcionara, todos debían creer que yo estaba durmiendo. Así que acomodé las almohadas debajo de las sábanas, formando la silueta de mi cuerpo, apagué la luz y cerré la puerta como si realmente me hubiera ido a dormir.

Me quedé en mi habitación hasta que cayó la noche. Cuando por fin todo estuvo en silencio, salí con cautela, pero justo tropecé con Dante en el pasillo. Echó un vistazo rápido hacia mi habitación y eso me encendió todas las alarmas.

—¿Perdiste algo? —le pregunté con una sonrisa forzada.
—Nada en particular —respondió, sin dejar de mirar hacia adentro.

Cerré la puerta tras de mí con cuidado, fingiendo tranquilidad, aunque por dentro no podía dejar de pensar si había notado las almohadas acomodadas bajo las sábanas. Esperaba que no.

Cuando decidí bajar al comedor, volvimos a cruzarnos. Esta vez, se hizo a un lado y me cedió el paso sin decir una palabra. Actué como si no pasara nada, bajé con calma y me senté a la mesa como siempre.

Durante la cena, le dije a mi papá que me iría a dormir temprano, que tenía una práctica importante en el instituto a primera hora. Por supuesto, era mentira.

Pero justo en ese momento, Dante, sentado frente a mí, garabateó en una servilleta y luego soltó, sin despegar la mirada de la mesa:

—Señor Héctor, ¿qué opina usted de las carreras clandestinas?

Me congelé. ¿Acaso me había descubierto? ¿Sabía algo? El corazón me dio un vuelco, pero él no dijo nada más. Solo lo dejó ahí... como si plantara una semilla de duda.

Contuve la respiración, disimulé lo mejor que pude y seguí la cena como si nada. Cuando terminó, subí a mi habitación decidida a no echarme atrás. El plan seguía en pie. Me quedé despierta con la luz apagada mientras me vestía y preparaba todo. Esta noche sería mi noche... y nadie iba a detenerme.

Cuando todos en casa estaban dormidos, abrí la ventana de mi habitación y miré hacia abajo. La cuerda improvisada con sábanas colgaba firme, justo como la había dejado. Respiré hondo y me deslicé por ella en silencio, cuidando cada movimiento. Apenas toqué el suelo, pedí un taxi desde el celular y esperé en la esquina para no despertar sospechas.

Llegué a casa de Karla en menos de veinte minutos. Ella y Sol me esperaban afuera, con esa emoción brillando en los ojos que solo significa una cosa: adrenalina.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.