Su cara era tan igual pero a la vez tan diferente, tenía unas cuantas pecas en sus mejillas y la nariz roja por el frío, sus labios estaban pálidos, pero sus ojos destellaban más que nunca, no eran ni rojos, ni negros, eran completamente azules, un azul inexplicable, el azul más extraordinario que había visto en toda mi existencia, destellaban como un zafiro en la corona real, y era fácil perderse en ellos. Su apariencia no era sólo lo que había cambiado, también su expresión, no se veía como alguien frío y mordaz, se veía como cualquier otro chico de la escuela, bastante atractivo.
Yo estaba inmóvil, simplemente lo contemplaba sin palabras, era difícil comprender la situación, normalmente ves a humanos convertirse en vampiros, después de una mordida y mucho tiempo de dolor, pero él simplemente pasó de ser un Vulturi que deseaba mi sangre, a ser un chico total y completamente humano, o por lo menos en el exterior.
—Hola —me dijo.
—Hola —respondí casi en un susurro.
—¿Te quedaste muda?
— ¿Qué es lo que acaba de suceder? —Pregunté totalmente confundida.
Él parecía pensar, finalmente me miró resignado.
—Después de verme en está forma, creo que no tengo manera de mentirte… es mi don —yo seguía mirándolo confundida y atónita—. Me permite volver a mi cuerpo humano, pero, es solo un disfraz.
No sabía que responder, ni entendía porque él confiaba en mí para contármelo.
—Creo que es un gran don… puedes tener una vida normal si así lo quieres.
—Después de vivir tres mil años no hay nada que sea normal —río para si mismo, recordando—. ¿Qué haces aquí arriba? —preguntó severamente.
—Quería… conocer el castillo… eso es todo —la voz me temblaba, su mirada penetrante me puso muy nerviosa.
—Pues deberías andar con más cuidado —empezó a caminar hacia mí—. Si alguien te ve sola… podría —se acercó para oler mi cuello—. Sacarte la poca sangre que te queda —me miro a los ojos por ultima vez y se fue escaleras abajo.
Eso había sido muy intenso, no pude dejar de pensar en ese momento por el resto de la noche, de alguna manera ese vampiro había amenazado con matarme y a mí me había encantado.
Pasaron un par de días y no volví a verlo, ya había visto todo lo interesante de aquella ciudad y estaba decidida a continuar mi travesía. Entrada la noche, mientras organizaba mis pertenencias, escuché un muy fuerte ruido en la habitación contigua, salí de inmediato. Era Caius.
La habitación estaba llena de muebles, libros y retratos amontonados. Él, completamente enfurecido, lo destruía todo. Me quede en el marco de la puerta observándolo, era inútil intentar detenerlo, estaba enceguecido, no se percató de mi presencia. Un buen rato después, cuando no le quedó nada por destruir, se sentó en el piso y se echó a llorar con las manos en la cara. Se veía infinitamente triste, inmediatamente me entraron ganas de llorar con él, no tenía ni idea de que le pasaba, pero podía percibir todo su dolor. Me senté junto a él.
—¿Quieres hablar? —le pregunté.
Espere un momento, pero él no dijo nada. Sin querer ser inoportuna, procedía a poner me de pie, antes de que pudiera hacerlo él agarro mi brazo y empezó a hablar.
—Es mi esposa —dijo enseñándome el retrato de una mujer, me volví a acomodar a su lado—. O, mejor dicho, era mi esposa… ya… ya no está en este mundo —se me hizo un nudo en la garganta.
—Es muy hermosa —le dije mirando el retrato—. Debieron ser una bonita pareja.
—Já, si dos personas han hecho alguna vez una terrible pareja, esos eramos Athenodora y yo —se río—. Llevábamos muchos años alejados, estoy seguro de que ella murió odiándome.
—¿Cómo murió?
—Ella quería morir… me pidió que la matara.
—¿Y lo hiciste?
—No pude hacerlo… se expuso al sol, toda la ciudad la vio resplandecer, Aro no tuvo más remedio que… matarla —tenía la mirada clavada en el piso.
—Lo siento mucho —le tome la mano.
—Ella era el único recuerdo que me quedaba de la vida como humano… siempre es difícil perder personas.
—Te entiendo, recientemente perdí a mi padre.
Nos quedamos conversando allí sentados el resto de la noche, fue catártico para ambos, éramos dos personas rotas que deseaban un poco de compasión, nos necesitábamos.
Al día siguiente partí hacia Rusia, luego a China y a Japón, conocí lugares, experiencias y personas, pero nada parecía ayudarme a llenar el vacío que sentía. Extrañaba a mi mamá y a toda mi familia, pero no estaba lista para volver. De vez en cuando pensaba en Caius, nuestra conversación había sido lo más memorable de aquel viaje. Hospedada en un pequeño hotel de Tokio, recibí una carta. Era él, Caius de alguna manera había averiguado donde me encontraba, decía que había tenido una misión en Kioto, y que venia a verme, llegaba en una hora.
Cuando tocaron la puerta de mi habitación los nervios me recorrieron todo el cuerpo. Al abrir, él estaba ahí parado con apariencia humana, tuve que tragar un suspiro al verlo.
En un principio no entendí cual era la razón de su visita, estaba nerviosa y asumí que se trataba de un asunto Vulturi. No pude estar más sorprendida cuando descubrí que el único motivo por el que ese hombre estaba en mi puerta era porque quería que tuviésemos una cita.