Manual de supervivencia para cuidar a un niño

Capítulo 1: Chocolate amargo

Zúrich, Suiza

Lara

Recuerdo la noche en la que Nadine me presentó a Tobias y Noah como si fuera ayer. Han pasado siete años desde entonces, e incluso recuerdo lo último que me dijo Noah antes de irse a coquetear con una rubia al final de la barra. Me dijo que «la vida siempre tiene algo peor». En aquel momento, pensé que era pesimista y durante los siguientes meses esperé que pasara lo peor, pero no pasó nada y me relajé, me permití disfrutar de la vida.

Grave error.

Hoy, siete años después, le doy la razón. La vida te puede sorprender en cualquier momento con algo peor. Como ahora, que estoy viendo cómo bajan el ataúd de mi mejor amiga a la tierra y lo comienzan a cubrir con paladas de tierra. En un hueco a su lado, hacen lo mismo con el ataúd de Tobias. Esta vez la vida fue más allá y se llevó a los dos en un fatídico accidente de tránsito que ocurrió hace tres días.

Escucho los sollozos y gemidos de las personas a mi alrededor, se nota el dolor que sienten por su partida. A mí también me duele, pero, por alguna razón, no soy capaz de derramar una lágrima. No lo he hecho desde que me dieron la noticia, no lo hice cuando estuve en el hospital, menos cuando me dieron la noticia de que habían fallecido.

Sin embargo, eso no hace que me afecte menos porque lo hace. Al igual que le afecta al hombre de pie a mi izquierda. Noah tampoco ha llorado, pero su estado lúgubre se equipara con el mío. Después de todo, ambos perdimos a nuestras almas gemelas. Aunque para él debe ser peor, puesto que es la segunda vez que tiene que despedir a alguien tan cercano a él. Hace tres años fue su novia con la que estaba a punto de casarse, ahora su hermano del alma.

—¿Alguien quisiera decir unas palabras de despedida? —pregunta el religioso que dirige la ceremonia.

Los sollozos se detienen un segundo antes de reanudarse con más fuerza. Sin poder evitarlo, mi mano se desliza en la de Noah buscando consuelo, uno que consigo cuando me la estrecha. Es como si él también lo necesitara.

Nadie da un paso adelante y aquello se siente incorrecto, alguien debería tener palabras bonitas para decir sobre las personas que acabamos de perder. Así que me armo de valor, me enderezo como si eso sacudiera el abatimiento que tengo y doy un paso adelante, luego otro y otro hasta llegar al frente. Me subo al atril y con la mirada recorro el cementerio y los rostros de las personas que están aquí presentes. Nadine y Tobias eran amados. De eso no hay duda.

Respiro hondo varias veces hasta que el nudo retrocede lo suficiente y entonces abro la boca, lista para hablar.

—No se me dan bien los discursos. Nadine lo sabía. Siempre se reía de mí cuando tenía que dar una presentación en el trabajo. Decía que me ponía roja como un tomate… y tenía razón.

Una risa pequeña, tímida, se escapa entre las primeras filas.

—Pero si hay algo que ella me enseñó, fue a intentarlo igual. A no dejar que el miedo me calle. Así que aquí estoy. Intentando. —Hago una pausa. Las palabras se me enredan en la garganta, pero las obligo a salir—. Conocí a Nadine en la universidad. Era mi opuesto en todo. Ella era el sol, la risa fácil, la que convencía a cualquiera de hacer lo que ella quería sin que te dieras cuenta. Tobias la conoció unos años después, cuando empezó a salir con ella. Y fue como si el mundo encajara.

Miro hacia la tumba y siento el nudo apretarse más.

—Tobias era bueno. No de esa bondad que se grita, sino de la que se demuestra. Con sus silencios y sus gestos. Con la forma en que miraba a Nadine como si ella fuera el centro de su universo.

Siento que me tiembla la voz, pero no me detengo.

—Los vi construir una vida juntos. Vi cómo se elegían todos los días. ¡Cómo reían incluso cuando las cosas se complicaban! Vi cómo ella lo desesperaba con sus ideas locas, y cómo él la aterrizaba con su calma. Se complementaban. Se amaban. Y de ese amor…

Miro hacia la tercera persona que más me duele en este día.

—… nació Emil.

Todos giran un poco la cabeza. Emil está al lado de Noah, de pie, como una estatua. Tiene solo seis años, pero parece ser más pequeño. Como si la tristeza le hubiera encogido el alma. Se aferra a la pierna de Noah como si fuera su único ancla. No ha llorado. Igual que nosotros. Su rostro está inclinado, los ojos fijos en el suelo, el cabello revuelto por el viento. Noah le pasa una mano por la espalda de forma automática. No hablan y no se miran. Solo están ahí, sosteniéndose al otro.

—Él es la prueba más pura de lo que ellos fueron. Emil es el legado que nos dejaron.

Mi voz se apaga y no digo más. No puedo. Bajo del atril sin mirar a nadie, y cuando llego a mi sitio, Noah rodea mis hombros con el brazo. No dice nada y no hace falta. Tenemos una tregua porque estamos aquí, rotos y unidos. Pero con la certeza de que, después de esto, nada volverá a ser igual.

La ceremonia termina con un murmullo apagado de oraciones, despedidas y flores que se quedan clavadas en la tierra recién removida. Algunos se quedan unos minutos más, otros se marchan enseguida, como si alejarse de este lugar hiciera que todo lo ocurrido fuese menos real.

Aun así, yo no me muevo, tampoco Noah ni Emil.



#1956 en Novela romántica
#689 en Chick lit
#694 en Otros
#256 en Humor

En el texto hay: humor, amor, padresprimerizos

Editado: 07.06.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.