Zúrich, Suiza
Lara
El silencio que se instala después de que el abogado se va pesa más que cualquier conversación incómoda. Me quedo mirando la puerta cerrada; hay mucho por procesar: somos los custodios legales de Emil. Noah y yo. Lo repito en mi cabeza como si al hacerlo lo fuera a entender mejor, pero no. Sigue sin tener sentido.
O sea, si lo tiene y al mismo tiempo no.
Noah está de pie tan inmóvil como una estatua que acaba de recibir una grieta irreparable. De repente, se gira y camina hacia la cocina sin decir palabra. Lo sigo, porque no puedo con este silencio denso y asfixiante. Lo observo abrir un armario con brusquedad, sacar un vaso y llenarlo de agua del grifo como si ese vaso pudiera contener también las respuestas que ninguno de los dos tiene.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunto, mi voz suena más quebrada de lo que me gustaría.
Noah deja el vaso sobre la encimera con un golpe sordo. Me mira por primera vez desde que el abogado dijo esas palabras y su mirada grisácea está cargada de incredulidad y frustración.
—¿Qué vamos a hacer? No lo sé, Lara. ¡No tenía en mis planes mudarme a la casa de mi mejor amigo muerto para cuidar a su hijo de seis años! —exclama, con las manos alzadas en señal de impotencia—. Lo quiero, claro que lo quiero, pero no estoy listo para ser… esto. Una especie de figura paterna. No soy esa clase de persona. Ya no…
Sus palabras me afectan más de lo que deberían. Tal vez porque siento lo mismo, pero oírlo en voz alta me revuelve el estómago.
—¿Y tú crees que yo sí? —respondo, cruzando los brazos, sintiendo que algo dentro de mí se rompe—. Tenía una vida antes de esto. También me dejaron esto encima sin avisar. Nadie me preguntó si quería ser madre de repente.
Noah suelta una risa sin humor, una carcajada amarga que me revuelve aún más.
—¿Una vida? ¿Llamas vida a quedarte en tu apartamento todo el día en pijama, tomando té y reorganizando libros por colores? Vamos, Lara. No es como si tuvieras que abandonar una empresa multimillonaria o algo así.
Abro la boca, herida. Ese comentario es un golpe bajo. Y lo sabe.
—Eres un ogro, ¿lo sabías? —le espeto. La molestia empieza a hacerme temblar—. Que no trabaje en una oficina llena de ególatras como tú no significa que mi vida no tenga valor. Nadine era mi familia. ¡Y ahora me estás diciendo que mi dolor vale menos porque no soy tan útil como tú!
Él se pasa una mano por el cabello con clara frustración, y durante un segundo parece a punto de replicar… pero no lo hace. Solo me observa, respirando con dificultad.
—No estoy diciendo eso —dice al fin, bajando la voz—. Lo siento. Yo… no sé cómo manejar esto.
—Yo tampoco.
Miro a mi alrededor. Cada centímetro de esta cocina es Nadine. El frutero con manzanas verdes porque a Tobias no le gustaban las rojas, la cortina floreada que ella insistió en poner, aunque a él le parecía fea, las tazas desparejadas que coleccionaban en cada viaje… todo. Todo grita su ausencia.
—Noah… —digo, sintiendo que la molestia se diluye tan rápido como llegó—. Emil acaba de perder a sus padres. No podemos… no deberíamos estar así.
Él asiente, bajando la mirada. Sus hombros, normalmente tan rectos, ahora se ven vencidos.
—Tienes razón —murmura—. Solo… no me lo esperaba. Nunca pensé que Tobias y Nadine harían esto. Que nos dejaría a Emil.
—Porque confiaba en ti —susurro—. En nosotros.
Una paz más suave se instala entre nosotros, diferente al anterior. Este tiene arrepentimiento, pero también una chispa de comprensión. La misma chispa que se encendió hace siete años cuando acordamos fingir que nos tolerábamos por el bien de Nadine y Tobias. Ahora, ya no tenemos que fingir. Tenemos que actuar.
—Tenemos que pensar en Emil —digo con firmeza, tratando de encontrar algo de claridad en medio del caos—. Aunque sea por ahora. No sé qué haremos mañana, ni pasado. Pero esta noche, él necesita saber que no está solo.
Noah me mira con ojos cansados, pero asiente. Ambos sabemos que esto es más grande que nuestras diferencias. Más grande que nuestra incomodidad. Es la vida de un niño. El hijo de las personas que más amamos. Y aunque no estemos listos, aunque estemos rotos y asustados, vamos a intentarlo. Por Emil. Por Nadine y Tobias.
La tregua silenciosa que sellamos en la sala se traslada con nosotros a la cocina. No hay muchas palabras, solo los sonidos suaves de platos, utensilios y la nevera abriéndose. El reloj del microondas marca las ocho y veinte. Me siento cansada, pero me obligo a mantenerme en pie.
—¿Sándwiches? —inquiero sin mirarlo, mientras saco el pan de un mueble.
—Sí —responde Noah con voz apagada, acercándose para sacar el queso y el jamón. Es raro trabajar junto a él sin discutir, pero por ahora es un alivio.
Coloco las rebanadas de pan sobre el mesón, él me pasa los ingredientes sin chistar. No hacemos nada del otro mundo: pan, queso, jamón, una hoja de lechuga y un poco de aderezo casero. Pero al menos es algo.
Cuando terminamos, los coloco en tres platos y los acomodo en una bandeja, junto con tres vasos de jugo. Noah carga la bandeja mientras yo lo guío escaleras arriba, con pasos lentos, como si temiera perturbar la tristeza que se respira en cada rincón de esta casa. Al llegar frente a la habitación de Emil, toco antes de empujar la puerta.