Manual de un " Casi Algo"

Capítulo 1

Maya

El despertador decidió traicionarme otra vez. No sé si murió en la madrugada o si simplemente me odia, pero lo cierto es que bajo las escaleras del edificio con una tostada mal mordida en la boca, el cabello recogido en un moño improvisado y las llaves colgando del dedo meñique como si eso fuera lo más normal del mundo.

El ascensor, cómo no, baja a la velocidad de un caracol deprimido, así que me rindo y corro. Subo a mi camioneta —pequeña, práctica, nada glamorosa— y arranco rumbo al hospital con la esperanza de no llegar tarde. La primera consulta ya la perdí, pero si logro aparecer en la segunda sin que mi jefe me atraviese con la mirada, consideraré que el día empezó decentemente.

Vivir aquí no estaba en mis planes. Portland State University fue mi mundo durante años, y pensé que mi vida seguiría allí: estudiar, especializarme, continuar subiendo escalones. Pero las cosas nunca salen como uno espera. La oferta del hospital de mi pueblo natal era demasiado buena: buen sueldo, horarios retadores pero estables, y el plus de poder estar cerca de mi familia. Así que aquí estoy, compartiendo apartamento con Kelsey —mi amiga de toda la vida—, quien también decidió regresar para ahorrar un poco de dinero y organizarse antes de buscar horizontes más amplios.

Nuestro apartamento no es nada del otro mundo, pero funciona. Dos habitaciones, una cocina diminuta y un baño que a veces parece más un campo de batalla. Kelsey vive como si no hubiera un mañana, yo intento mantener todo bajo control, y en medio de ese contraste logramos sobrevivir.

Mi vida, en resumen, es bastante predecible: trabajo, familia, un poco de Netflix y cama. Nada de citas, nada de dramas románticos. No porque no crea en los compromisos, sino porque siempre puse mi carrera primero. Y aunque me guste repetirlo como un mantra, la verdad es que hay noches en las que el silencio del apartamento me recuerda lo que he dejado de lado.

Esos recuerdos vienen acompañados, inevitablemente, de un nombre: Jaden.

El mejor amigo de mi hermano. El chico que me hizo la adolescencia imposible. El que me robaba el aire a base de discusiones interminables y que me llamaba “ratona de biblioteca” con esa sonrisa burlona que me sacaba de quicio.

Lo que nunca admitiré en voz alta es que, en algún rincón de mi mente, la sola idea de verlo de nuevo me incomoda más de lo que debería. Y como el destino tiene un humor retorcido, desde que regresé me lo encuentro más seguido de lo que quisiera: en la cafetería del centro, en la esquina de la avenida principal, incluso saludando a mis padres como si aún fuera parte del mobiliario de mi casa.

Jaden ahora es el orgulloso dueño de una ferretería. Y aunque yo lo recuerde como el chico insoportable que arruinaba mis veranos, la realidad es que ya no es un adolescente pesado: es un hombre adulto, con mirada intensa y ese humor descarado que todavía me irrita… y, para colmo, me divierte.

El turno de la mañana me recibe con el mismo combo de siempre: bata, lista de pacientes y un café que parece haber sido colado por un enemigo. Entre controles y papeleo, suena mi celular: es un audio de Kelsey.

—“Si llegas antes que yo, pon a descongelar el pollo. Si no llegas, igual ponlo. Besi.”

La quiero, pero a veces siento que comparte ADN con el caos. Dejo el celular en silencio y continúo: actualizar historias clínicas, revisar signos, sonreír cuando puedo. En la pausa corta del mediodía, mi hermano envía un mensaje recordando su cumpleaños del sábado y el “ven elegante, que mamá insistió”. Perfecto: traje bonito, cara de “amo las fiestas familiares” y rezar para que el universo no me ponga a Jaden enfrente en modo “protagonista del recuerdo”.

Obviamente me lo encuentro a la salida del hospital.

Va con una caja bajo el brazo (parecen repuestos) y una expresión entre cansada y distante. Esa energía eléctrica que siempre lo acompaña no está. Ni una broma, ni un “hola, doc”, nada.

Me acerco.
—¿Todo bien? —pregunto, aunque sé la respuesta.
Él me mira apenas un segundo. —Sí… supongo.

“Supongo”. Esa no es palabra de Jaden.

—Mentiroso —respondo, cruzándome de brazos.

Hace un gesto extraño, como de alguien que quiere soltar algo, pero lo guarda. Y ahí sé que no puedo dejarlo ir.

—Anda, ven —le señalo mi camioneta—. Te invito a un café… o a un silencio, lo que prefieras.
Duda, pero al final asiente.

El trayecto es corto, apenas quince minutos, pero se sienten eternos. Normalmente se adueña de la radio y canta como si estuviera en un concierto; hoy solo mira por la ventana, con los dedos tamborileando en su rodilla. Yo no insisto. Aprendí hace años que Jaden habla cuando está listo.

—Tu madre preguntó por ti en la cafetería —suelto, intentando abrir un resquicio.
Él sonríe de lado, apenas. —Siempre pregunta.

Silencio otra vez. El tipo de silencio que pesa, no el cómodo.

Al llegar al edificio, aparco frente a la entrada. Él carga la caja hasta el ascensor y subimos sin decir mucho. No hace falta: la incomodidad viaja con nosotros.

Cuando entramos al apartamento, la primera impresión es el vacío. Bendito silencio. Kelsey no está; dejó una nota en la nevera con un corazón mal dibujado: “estudiando con Vane. Si quieren pizza, caliéntenla ustedes.”

—Bendito sea el silencio —digo, colgando mi bata en la silla.

Jaden se deja caer en el sofá como si hubiera corrido un maratón. Yo voy directo a la cocina, saco la pizza y dos latas de gaseosa. Coloco todo en la mesa, me siento frente a él y recién ahí rompo el hielo:

—Bueno, ¿qué pasó?

Él abre la lata y bebe un trago largo, como si la respuesta estuviera en el gas. Después suspira.
—La acabo de terminar. O me terminaron; no sé cuál versión queda mejor para Instagram.

No pregunto “¿por qué?”; solo espero. A Jaden hay que darle espacio para que encuentre las palabras.




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