Manual de un " Casi Algo"

Capítulo 2

Jaden

Cuando empujo la reja metálica de la ferretería por la mañana, la luz me pega en la cara y algo en mi estómago se enreda como cuando el motor se queda sin gasolina. Hoy, como todos los días desde que volvió Maya, la ciudad me recuerda que ella está en cada esquina: en la cafetería donde pidió siempre el café con poca azúcar, en la vereda donde nos peleábamos por una canica idiota cuando éramos críos, incluso en el timbre de mi propio banco de herramientas (juro que una vez lo azoté y me pareció escuchar su risa).

No me molestan los recuerdos. Me molesta lo que esos recuerdos hacen conmigo: me vuelven torpe, lento, más humano de lo que me conviene ser. Y, claro, me hacen sospechar cosas que evitaría si pudiera.

Esa tarde la vi salir del hospital. Tenía la bata todavía colgando, el cabello recogido con la calma de alguien que lleva adrenalina por dentro. No parecía la Maya de las peleas en el barrio; parecía más dura, más fina, pero con esa mirada que no miente. Tomé una caja con repuestos y la saludé por inercia; ella me lanzó una pregunta y me siguió hasta su camioneta con algo que no era curiosidad, sino preocupación. Me dió vergüenza admitir que la necesitaba. No me gusta que la gente me vea necesitado, y menos si esa persona es la que me ha conocido desde los ochos años.

El viaje hasta su apartamento fue una sucesión de silencios que, por una vez, no resultaron incómodos. La verdad es que yo no sabía qué decir. Lo único que tenía claro era que, si se abría la puerta de lo que fuera que llevaba dentro, no podía ser yo quien le pusiera la llave. Lo que quiero decir es: me prometí protegerla y esa promesa me persigue. A veces pienso que la protección y la culpa se parecen demasiado.

Entramos al apartamento y todo olía a pizza recalentada y a libros. Kelsey había dejado una nota cursi en la nevera; la firma era un corazón torcido. Se me dibujó una sonrisa tonta que quité de inmediato porque no era tiempo de sonreír. Maya fue directa. Me dejó sin escapatoria en tres palabras: “¿Follamigos?”.

Si ahora mismo me pidieran definir en una línea lo que sentí, diría: sorpresa con un golpe de pavor. ¿Por qué pavor? Porque esa palabra me obligaba a colocar mis sentimientos en primera fila. No puedo decir que no la haya imaginado de otras formas —soy humano—, pero escucharla razonarlo, poner reglas, enumerar límites con esa voz tan fría y segura me mostró otra cosa: que ella no proponía un escape, proponía una tregua con su propia necesidad. Eso me tocó el nervio que tengo de guardián.

Mientras hablábamos, las palabras me golpeaban y me sorprendián por su sencillez. Ella no quería ataduras; quería claridad. No buscaba que la rescatara, buscaba que alguien estuviera ahí lo suficiente para que no sintiera el vacío. Y yo, que le debo cosas desde la noche en que se quemó el baile de graduación, me vi robándome el aliento.

Recordé aquella noche con una nitidez que me dolió: la música, la broma que se salió de control, el rumor que se volvió cuchillo. Vi a Mathew alejarse con la sonrisa de quien presume de victoria y a Maya en una esquina, con la cara pintada de tristeza y rabia. Fue entonces que supe que no solo la quería por deseo; la quería por todo lo que esa chica había tenido que tolerar. Eso me enredó las entrañas. Puse por delante la amistad y dejé lo otro por debajo de la alfombra, creyendo que así la protegía. Pero las alfombras no arreglan huecos.

—¿Por qué yo? —le pregunté en voz baja cuando finalmente me salió algo coherente. No fue una pregunta vanidosa; fue una necesidad: entender por qué ella me pedía que ocupase un lugar que, en secreto, ya había ocupado sin permiso.

Ella apartó la mirada, tragándose algo que no dijo. Cuando respondió, su voz no era de mujer embelesada por la aventura; era la voz de alguien que se había hecho experta en ordenar su vida por prioridades.

—Porque confío en ti —dijo—. Porque confío en que no vas a usar mis miedos para un truco barato. Porque contigo, si me equivoco, sé que al menos me vas a llevar al hospital y luego te vas a quedar en la sala de espera.

No pude evitar reír un poco porque la imagen de mí con el delantal en una sala de urgencias me pareció ridícula y, a la vez, perfecta. Ella tenía esa mezcla de sinceridad y sarcasmo que me calienta más que cualquier otra cosa. Al oírla, me di cuenta de que lo que ella pedía no era un favor; era un voto de confianza. Y votar siempre exige consecuencias.

Se sentó frente a mí con la postura de quien negocia. Enumeró reglas como si firmáramos un contrato: honestidad inmediata, respeto absoluto, libertad fuera del arreglo, y una palabra que me dejó clavado: parada. Si uno de los dos sentía que la línea se movía, todo se revertía al punto cero. Sin drama. Sin excusas.

La propuesta me tentó por una razón básica y peligrosa: en la misma medida en que ella pedía libertad, yo sabía que podría permitirme algo que llevaba años negándome —verla sin la barrera de la distancia emocional. Pero también sabía que cualquier paso en falso podría fragmentar lo que más me importa: su confianza.

Fue entonces cuando el drama decidió colarse de nuevo. Porque mientras ella hablaba, apareció en mi cabeza la noche en que dejé a mi novia aquella vez para quedarme con ella hasta que la tempestad pasara; la imagen de su llanto, de su cara iluminada por las farolas del parque, me clavó el compromiso en el pecho. Me había sacrificado por ella entonces y lo volvería a hacer, sin dudar. ¿Eso me convertía en su guardián o en su preso? No tenía clara la línea.

Antes de que la conversación se fuera por las ramas de la culpa, dije lo que no sabía si quería decir: —Está bien. Pero necesito una cosa más. —Ella me miró, atenta. —Si alguna vez esto cambia y uno de los dos empieza a sentirse distinto... lo hablamos. Y no con orgullo. Con miedo si hace falta, pero lo hablamos. Y si duele, lo detenemos.

Maya asintió con esa seriedad que me desarma. Hubo un momento en el que el tiempo pareció estirarse: los sonidos de la calle quedaron lejos, la luz de la cocina se volvió más cálida y parecía que todo el edificio contuviera la respiración. En ese silencio, algo entre nosotros se movió. No fue nada teatral: solo una cercanía distinta, sin medidas.




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