» Maya «
El aire húmedo de la madrugada todavía se pegaba en mi piel cuando crucé las calles silenciosas rumbo a la ferretería. El turno de doce horas me había dejado los músculos entumidos y la cara de zombie, pero ahí estaba yo, siguiendo la instrucción de ese mensaje absurdo: “Pásate por la ferretería, tengo café caliente. Es urgente.”
Urgente, decía. Como si de repente el inventario de tornillos dependiera de mi presencia.
Empujé la puerta y la campanita anunció mi llegada. El olor a madera recién cortada, a grasa de bisagra y a pintura vieja se mezcló con un aroma más humano: café fuerte y panecillos tibios. La ferretería estaba desierta, salvo por él. Jaden, sentado en su escritorio, arremangado hasta los codos, con esa sonrisa que parecía sacada de una película barata de galán de barrio.
—Pensé que lo de “urgente” era una broma de mal gusto —murmuré, dejando mi bolso en una esquina.
—Lo era —respondió con tranquilidad, levantando un termo—. Pero sabía que igual ibas a venir.
Lo odié por tener razón.
Me tendió una taza y yo la recibí como si me entregara oxígeno. El primer sorbo me devolvió medio año de vida. Café negro, fuerte, justo como me gusta.
—¿Y las galletas? —ironizé.
—Panecillos —dijo, levantando una bolsa de papel como si hubiera ganado un premio—. No soy tan miserable.
Nos acomodamos en el sofá del fondo, ese que tenía los cojines hundidos y que olía a polvo, aceite y a la vida de mil clientes malhumorados. Me dejé caer con un suspiro que salió del alma.
Él me observaba. No como quien mira por mirar, sino como si quisiera grabar cada detalle en su memoria.
—¿Qué? —fruncí el ceño—. ¿Tengo cara de mapache o qué?
—De ángel caído en desgracia —replicó, con esa media sonrisa descarada—. Igual me gusta.
Rodé los ojos, pero sentí el calor subirme a las mejillas.
La conversación giró en cosas tontas: pacientes insoportables, un cliente que había preguntado por “clavos invisibles”, chistes malos que me hicieron escupir café por la nariz. Todo iba normal hasta que dejó la taza sobre la mesa y se inclinó hacia mí.
—¿Sabes qué quiero recordar siempre? —preguntó de golpe.
—¿Qué? ¿Mis ojeras de estudiante becada?
—No —susurró, bajando la voz—. Esto. Tú aquí, conmigo.
No me dio tiempo a reírme de la cursilería. Su mano se deslizó a mi nuca y me jaló hacia él. El beso fue tibio al inicio, con sabor a café y madrugada. Luego se volvió hambriento, intenso, como si hubiéramos estado guardando las ganas durante años.
El sofá crujió cuando me acorraló entre sus brazos. El olor a madera y grasa se mezcló con su perfume barato, y por un momento el mundo se redujo a su boca, a su respiración desordenada, a mis dedos aferrados a su camisa.
Él me levantó apenas y en cuestión de segundos estábamos sobre el escritorio, ese mismo que debería estar lleno de facturas y catálogos. La ironía me golpeó en plena cabeza: yo había imaginado mi primera vez en una cama, con velas, tal vez con música de fondo… y terminé aquí, en un lugar que olía a serrín y tenía una grapadora como testigo.
Y aun así, fue perfecto. No por el escenario, sino porque fue con él. Porque no hubo dudas ni torpezas, solo la certeza de que lo quería.
Cuando todo terminó, nos quedamos ahí tirados, jadeando. Yo, mirando el techo de neón frío; él, con esa sonrisa que parecía burlarse del universo.
—Ya formas parte del inventario —bromeó, dándome un beso rápido en la frente.
—¿Qué soy? ¿Un martillo o una caja de clavos? —repliqué, lanzándole un cojín que terminó en el suelo.
Reímos. Esa risa nerviosa que te salva del vértigo cuando sabes que tu vida acaba de cambiar.
El reloj me devolvió a la realidad. Las diez y media. Tenía media hora para bañarme, arreglarme y volver al hospital como si nada. Me levanté de golpe, recogí mis cosas y salí casi corriendo.
Ya en mi apartamento, con el agua de la ducha despejando mis ideas, me sentí diferente. Cansada, sí, pero ligera. Como si me hubieran quitado un peso invisible. Me sequé el pelo, me puse la bata y me senté frente al espejo para maquillarme un poco antes del turno.
Entonces lo vi.
Una marca púrpura en mi cuello, perfectamente delineada, como una firma maldita: un chupón.
Me quedé mirando el espejo como si el reflejo pudiera darme una solución. Ahí estaba: un chupón gigantesco, orgulloso, descarado, riéndose de mí.
—Genial —bufé—. Doctora Maya, especialista en urgencias, pero derrotada por un hematoma con forma de planeta en el cuello.
Abrí el cajón del baño buscando desesperadamente corrector, base, lo que fuera. En el proceso casi tumbo el secador, la crema dental y medio frasco de enjuague bucal. Una cirujana en un quirófano: pulso firme. Maya en su baño: caos absoluto.
Empecé a darme toquecitos con la esponjita de maquillaje. Nada. El chupón seguía saludando con descaro. Probé con más capas, parecía que estaba haciendo una restauración de pintura renacentista en mi propio cuello.
—Maravilloso… —murmuré—. Ahora, además de adicta al trabajo, parezco víctima de un asalto de crayolas.
Me imaginé llegando al hospital, con el jefe mirándome de reojo: “Doctora, ¿vino de salvar vidas o de un after?”.
La risa me explotó sola, entre histérica y nerviosa. El humor negro era lo único que me salvaba del colapso.
Terminé de arreglarme a toda prisa: falda, blusa impecable, bata blanca colgada en el brazo, bolso al hombro. Mientras caminaba por el pasillo hacia la salida, todavía sentía el cosquilleo en el cuello, como si el recuerdo ardiera. No sabía si quería matarlo o volver a besarlo.
En el carro, camino al hospital, me descubrí sonriendo sola como una tonta. Sí, estaba cansada, ojerosa y con un chupón disfrazado bajo medio litro de maquillaje, pero también había algo nuevo latiendo en mí: esa sensación de estar viva.
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Editado: 19.09.2025