Manual de un " Casi Algo"

Capítulo 4

» Jaden «

La música me taladraba el cráneo como un martillo, pero lo que de verdad me envenenaba no era el reguetón barato del antro, sino la escena que tenía frente a mí.

Maya.
La maldita Maya.

Con ese vestido que claramente no era suyo —porque yo la conozco, no compra esas telas pegadas que apenas dejan respirar— y esos labios pintados que parecían una provocación hecha a mano. Kelsey, seguro, la había convertido en su proyecto de Barbie por una noche. Y yo, imbécil, la estaba viendo moverse como si no existiera nada más en el mundo.

Ella reía, se soltaba el pelo, giraba con la música y ese imbécil rubio se pegaba más y más a su cuerpo como si tuviera derecho. Le sostenía de la cintura con confianza, demasiado confianza, y la otra mano subía peligrosamente hacia donde nadie, absolutamente nadie, tiene permitido tocarla.

Sentí que los dientes me crujieron de la rabia.
El vaso en mi mano se tensó tanto que pensé que iba a romperlo y acabar con los dedos abiertos en sangre. Y en parte, lo deseaba: que doliera otra cosa que no fuera esto.

No había bebido tanto como para culpar al alcohol. Estaba lúcido, consciente, y con las entrañas ardiendo.

Porque sí, se supone que Maya y yo teníamos un trato, un maldito pacto de adultos: follar sin sentimientos, sin etiquetas, sin estupideces románticas. Pero verla ahí, con otro, me atravesaba como cuchillas.

Y lo peor: ella parecía disfrutarlo.

Se inclinó hacia atrás, riendo, mientras ese tipo acercaba la boca a su oreja. ¿Qué le estaba diciendo? ¿Qué tan gracioso podía ser para hacerla sonreír así? Esa sonrisa… la que hasta ayer mismo era mía, la que veía de cerca cuando la tenía contra mi cama, jadeando, con la voz rota.

El calor me subió por el cuello hasta estallar en mi cabeza.

No pensé. No medí. No razoné.
Solo avancé entre la multitud como una sombra con una sola intención: arrancarla de ahí.

—Maya —rugí cuando la tuve a un paso, tan fuerte que incluso la música quedó en segundo plano en mis oídos.

Ella giró la cabeza, con los ojos brillantes de alcohol y sorpresa. Alcanzó a abrir la boca para decir algo, pero no se lo permití: mis manos se cerraron en su cintura, firmes, posesivas, y la levanté como si fuera mía desde siempre.

Literalmente, la cargué.

Su grito se perdió entre risas y silbidos de la gente alrededor.
—¡Jaden! ¡Bájame ahora mismo!

Pataleó, golpeó con los puños mi espalda, pero yo ya había tomado mi decisión.
Ni de coña iba a dejar que otro la tocara como lo estaba haciendo ese cabrón.

La subí sobre mi hombro como si fuera un botín, ignorando las carcajadas de un par de borrachos que nos miraban divertidos. Yo no estaba para chistes. Ni para explicaciones.

Y mientras caminaba hacia la salida del antro, solo una idea me martillaba en la cabeza, tan clara como la condena que me estaba buscando:
Maya es mía, aunque no debería serlo.

La noche afuera era un contraste brutal.
Del calor sofocante del antro pasamos al frío húmedo de Portland, ese que cala en los huesos y te recuerda que estás vivo… o que estás a punto de perder la poca cordura que te queda.

La bajé de mi hombro, pero no la solté. Mis manos seguían en su cintura, firme, como si temiera que se desvaneciera si la dejaba libre.

Ella estaba roja, furiosa, despeinada y preciosa.
Su respiración agitada hacía que su pecho subiera y bajara rápido, y yo juraría que hasta la luna estaba disfrutando de la vista.

—¡Estás enfermo! —escupió, empujándome el pecho, aunque sus manos temblaban más de lo que deberían—. ¡No puedes venir a hacer estas estupideces como si yo fuera tu… tu propiedad!

Me reí, una carcajada rota que salió más oscura de lo que quería.
—¿Mi propiedad? No, Maya… eres peor. Eres mi maldita condena.

Ella me miró como si acabara de soltar la confesión más absurda del planeta, pero sus ojos brillaron un segundo antes de que me insultara.
—¿Y qué se supone que significa eso?

Me acerqué tanto que nuestras frentes casi se rozaron, y mi voz salió ronca, cargada de rabia contenida y algo más que me estaba matando por dentro.
—Significa que no soporto verte con otro. Que me enferma imaginar sus manos donde solo deberían estar las mías. Que si vuelve a rozarte, lo mato.

Ella abrió la boca para responder, pero yo no le di tiempo. Mi impulso ganó.
La besé.

No un beso tierno ni calculado: fue un choque, un reclamo, un rugido convertido en labios y saliva. Ella forcejeó al principio, me mordió incluso, pero en cuestión de segundos estaba respondiendo, tirando de mi pelo, arañando mi nuca como si quisiera arrancarme la piel.

Me aparté apenas un segundo para respirar.
—¿Ves? —jadeé—. Ni siquiera necesitas palabras para admitirlo. También lo quieres.

Ella me miró con los labios hinchados y la respiración entrecortada, y por un instante pensé que iba a abofetearme. Pero en lugar de eso, lo que salió fue casi un susurro venenoso:
—Eres un idiota, Jaden.

—Puede ser. —Le sonreí ladeado, con ese humor negro que siempre me salvaba de mis propios desastres—. Pero soy el idiota que sabe exactamente cómo dejarte sin aliento.

Su carcajada breve se mezcló con un sollozo contenido.
Y ahí lo entendí: estábamos enredados, demasiado, y salir de esto sería imposible.

El viento sopló más fuerte, trayendo consigo el murmullo lejano de la ciudad. Nadie nos veía, nadie nos interrumpía. Era como si la noche se hubiera convertido en nuestra cómplice.

Yo levanté la mano, rozando el cuello de Maya, y fue entonces cuando lo noté: la piel marcada, roja, visible incluso bajo la tenue luz de la calle. El chupón.
Mi firma.
Mi error.
Mi orgullo.

Sonreí como el desgraciado que soy.
—Mira nada más… parece que dejé evidencia.

Ella se cubrió el cuello instintivamente, los ojos abiertos como platos.
—¡Eres un animal! —gruñó, empujándome otra vez.




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