Manual de un " Casi Algo"

Capítulo 5

Maya

Jaden apagó el motor sin mirarme. Solo se inclinó hacia atrás, como si necesitara recuperar aire, y su pecho subía y bajaba con un ritmo que me hacía sentir que lo tenía demasiado cerca. La tenue luz del bombillo del garaje iluminaba sus facciones y, por primera vez en mucho tiempo, lo vi cansado, humano, casi vulnerable.

—¿Vas a quedarte ahí mirándome o vas a salir? —murmuró con esa voz ronca que mezclaba burla y deseo.

No respondí. Solo abrí la puerta y sentí el aire fresco colarse en mis piernas descubiertas. Caminé unos pasos hasta el viejo sofá contra la pared, ese que él usaba como si fuese trono improvisado cada vez que trabajaba en su auto. Cuando me senté, él ya estaba de pie frente a mí, apoyando un brazo en el respaldo y mirándome como si yo fuera un problema que no sabía resolver.

—No deberías estar aquí —susurré, aunque sabía que era yo la que lo había seguido hasta el garaje, no al revés.

Su risa grave me erizó la piel.
—Tarde para advertencias, pecas.

Y antes de darme tiempo a replicar, su boca estaba sobre la mía, demandante, ardiendo, como si con ese beso quisiera borrar todo lo que había pasado en la fiesta. Me sujetó de la cintura y me obligó a recostarme en el sofá. No hubo espacio para dudas: yo lo deseaba tanto como él a mí.

Su chaqueta cayó al piso, mis manos encontraron su cuello, y cada roce era un recordatorio de que la línea entre “solo amigos con beneficios” y algo más estaba desapareciendo a cada segundo. El garaje, con su olor a aceite y metal, se convirtió en nuestro secreto. Allí, en medio del caos de herramientas y el crujido del sofá viejo, sucedió nuestro segundo encuentro. Más intenso, más consciente, sin inocencia que nos protegiera.

Cuando todo terminó, quedamos entrelazados unos minutos, respirando fuerte. La luz seguía encendida y el silencio nos envolvía, pero era distinto: no incómodo, sino cargado de un nuevo tipo de intimidad que me asustaba más que cualquier fiesta.

Él fue quien rompió el momento.
—Vamos arriba —dijo en voz baja, casi con ternura.

No discutí. Subimos juntos, y en su habitación, con las sábanas todavía oliendo a detergente y a él, me dejó descansar en su cama. No hubo más, no hubo palabras de compromiso. Solo su brazo pesado sobre mi cintura y su calor pegado a mi espalda.

Cerré los ojos, pero el sueño no llegó de inmediato. Y entonces, en ese estado intermedio entre el alcohol, el cansancio y la inconsciencia, lo escuché.

—Nunca debí dejar que creyeran eso de ti... —balbuceó, apenas audible, como un secreto escapado de su subconsciente.

Me quedé inmóvil. Mi corazón se detuvo un segundo.
Él continuó, enredado en sus propios recuerdos:
—Eras una cría... yo ya estaba en la universidad... le juré a tu hermano que nunca... que nunca te tocaría... pero aquella noche... joder, Maya, no sabes lo que me dolió callar...

Su respiración se hizo más profunda después, como si el peso de la confesión lo hubiese arrastrado al sueño.

Mi corazón latió desbocado. No entendía todo, pero entendía lo suficiente: había algo entre nuestro pasado y su silencio que me había marcado más de lo que imaginaba.

No me levanté. No huí. Solo me giré lentamente hasta quedar frente a él, estudiando su rostro relajado, el ceño aún fruncido como si sus propios recuerdos lo persiguieran. Acerqué mis dedos y acaricié con cuidado la línea de su mandíbula, en un gesto que jamás me habría permitido si estuviera despierto.

—Idiota —susurré apenas, con una mezcla de ternura y rabia contenida—. No sabes lo que haces conmigo.

Apoyé mi cabeza en su pecho y cerré los ojos. No podía procesar toda su confesión en ese instante, no podía decidir nada, pero sí sabía algo: no quería alejarme. Por primera vez en mucho tiempo, no sentí miedo de quedarme.

La claridad que se filtraba por la ventana me arrancó de un sueño ligero. Estaba arropada, rodeada del calor de su cuerpo y con su brazo pesado descansando sobre mi cintura. Abrí los ojos lentamente, consciente de dos cosas: una, que me dolían las piernas como si hubiese corrido una maratón; y dos, que su confesión seguía rebotando en mi cabeza como un eco imposible de callar.

«Nunca debí dejar que creyeran eso de ti...»

Me removí con cuidado para no despertarlo y lo observé dormir. Sus pestañas largas, su respiración pausada, el cabello oscuro despeinado sobre la almohada… juro que en ese instante quise creer que todo era simple, que solo éramos dos adultos disfrutando del placer sin complicaciones. Pero no era cierto. No después de lo que dijo.

Me senté en el borde de la cama, buscando mi ropa esparcida por el suelo. Cada prenda era un recordatorio de lo que había sucedido entre nosotros en esas horas robadas: la camisa arrugada en la alfombra, mi vestido colgando de la silla, su cinturón a medio metro de la puerta. Todo parecía un caos, pero dentro de mí el caos era mayor.

Tomé mi sostén y lo abroché con manos temblorosas. No por vergüenza de lo vivido, sino porque mi cabeza iba a mil. ¿Qué significaba ese juramento a mi hermano? ¿Por qué calló cuando aquel rumor me destrozó en la escuela? ¿Por qué, en vez de protegerme, eligió el silencio?

Me levanté, fui hasta el baño y me miré al espejo. Mi reflejo devolvía a una mujer distinta a la que entró a esa ferretería el día anterior: el cabello enredado, el maquillaje corrido, y en el cuello… ahí estaba. Oscuro, marcado, imposible de ignorar.

Un maldito chupón.

—Genial —murmuré con ironía, tocando la mancha con la yema de los dedos—. Justo lo que necesitaba.

Podía escuchar su respiración desde el cuarto, profunda, tranquila, como si en sus sueños nada de esto importara. Y yo ahí, con la evidencia en la piel y la mente dando vueltas en círculos.

Abrí el botiquín y saqué un poco de maquillaje de emergencia. Mientras intentaba cubrir la marca, sonreí con amargura. ¿Qué tan simbólico podía ser? Tratar de ocultar lo que él me había dejado, como si pudiera borrar lo que en realidad me había marcado por dentro desde hacía años.




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