La luz entraba a través de las cortinas gruesas, rebelándose contra nuestro deseo de alargar la noche. Abrí los ojos lentamente, sintiendo primero el peso de su brazo sobre mi cintura, después el calor de su respiración en mi nuca. No era un sueño: estaba en la cama de Jaden, después de haber cruzado una línea que tantas veces juré que no cruzaríamos.
No quería moverme. Me gustaba esa sensación de estar atrapada, como si él me resguardara de un mundo entero dispuesto a juzgarme. Y, al mismo tiempo, me aterraba lo fácil que resultaba acostumbrarme a su piel pegada a la mía.
Giré apenas el rostro y lo vi. Dormía a medias, con ese ceño fruncido que ni siquiera en sueños lograba relajar. Su cabello estaba desordenado y su pecho subía y bajaba con calma. Acaricié con la yema de los dedos su clavícula, como si necesitara comprobar que, en efecto, seguía ahí.
—Deja de mirarme así, pecas —gruñó con la voz ronca de recién despierto, sin abrir los ojos.
Me sonrojé como idiota. —Yo no te estoy mirando.
Abrió un ojo y sonrió de lado. —Claro que sí. Te encanta verme dormir.
Le lancé la almohada más cercana, que él atrapó con una carcajada. El humor negro volvió a colarse en el cuarto, pero esa risa nos envolvió como un recordatorio: lo nuestro no era inocente, pero tampoco frío. Había algo distinto.
Me senté en el borde de la cama, recogiendo mi ropa del suelo. Cada prenda era un recuerdo de la noche pasada: intensa, sin titubeos, tan adulta que dolía pensarlo en voz alta. Él se incorporó despacio, pasó una mano por su rostro y luego la deslizó por mi espalda.
—Quédate un rato más —murmuró.
—Tengo turno en la tarde —contesté, ajustando mi vestido—. Y tú deberías ir a trabajar.
Me jaló suavemente del brazo hasta obligarme a mirarlo. Sus ojos tenían esa seriedad rara en él, esa mezcla de deseo y algo más que no me atreví a nombrar. Lo besé rápido, un roce breve, casi casto, y me solté.
En el auto, el silencio fue distinto al de siempre. No incómodo, sino lleno de pensamientos que ninguno quería soltar todavía. Yo llevaba la mirada fija en la ventanilla, contando mentalmente los minutos.
Hasta que me escuché decir:
—Para en la próxima farmacia.
Él giró la cabeza de inmediato. —¿Qué?
—Solo hazlo —respondí con más firmeza de la que sentía.
No preguntó nada. Redujo la velocidad y estacionó frente a la primera farmacia de turno. Yo bajé, con el corazón golpeando en mi garganta, y caminé directo al mostrador. La cajita en mis manos parecía brillar como una bomba de tiempo.
Cuando volví al coche, Jaden estaba reclinado contra el asiento, encendiendo un cigarro con esa calma suya que tanto me sacaba de quicio. Me observó al cerrar la puerta, su mirada fija en la bolsa que yo apretaba demasiado.
—¿Algo que quieras contarme, doctora? —preguntó con ese tono burlón que usaba para todo.
—No —mentí, guardando la prueba en lo más profundo de mi bolso—. Son mis cosas.
Él exhaló el humo despacio, como si quisiera leerme los pensamientos. Pero no insistió. Solo arrancó el motor, y el rugido llenó el silencio que yo no sabía cómo romper.
Yo tampoco dije nada. Pero por dentro, la certeza me desgarraba: no era solo el recuerdo de la noche anterior lo que me acompañaba. Era el miedo de que tal vez, después de todo, lo que habíamos hecho no iba a quedarse sin consecuencias.
El trayecto hasta mi apartamento se me hizo eterno. Jaden conducía con esa calma fingida que lo delataba: una mano relajada en el volante, la otra tamborileando sobre su muslo como si estuviera reprimiendo algo que quería decir. Yo, en cambio, iba abrazada a mi bolso como si escondiera dinamita. La prueba de embarazo estaba ahí dentro, quemándome las manos aunque todavía no me hubiera atrevido a usarla.
Cuando al fin estacionó frente a mi edificio, solté aire como quien termina de salir a flote tras demasiado tiempo bajo el agua.
—Gracias por… traerme —dije, torpe, evitando su mirada.
Él sonrió de lado, esa sonrisa insolente que siempre parece guardar un secreto.
—Gracias a ti por… la noche. Y por la mañana.
Rodé los ojos. —Idiota.
Me incliné para darle un beso rápido en la mejilla, pero él giró la cabeza en el último segundo y me robó un beso completo. Fue lento, seguro, de esos que dejan huella en la memoria aunque no en la piel. Cuando me aparté, todavía sentía el zumbido eléctrico bajándome por la columna.
Subí a mi apartamento con el corazón hecho un desastre. Tiré el bolso en el sofá, dejé los tacones en la entrada y me dejé caer en la cama. Tenía que dormir unas horas antes del turno, pero el sueño no apareció. Cada vez que cerraba los ojos veía a Jaden, escuchaba su risa ronca en mi oído, recordaba la forma en que había pronunciado mi nombre como si fuera una confesión.
El celular vibró en la mesa de noche. Lo agarré sin muchas ganas. Era un mensaje de mi hermano:
Hermano:
“Este sábado, cena en casa. Ocho en punto. Tengo algo importante que anunciar. No faltes. Y trae a Jaden, ya es hora de convencerlo de que siente cabeza.”
Me quedé mirando la pantalla como si fueran palabras en otro idioma.
—Genial —murmuré, dejándome caer de espaldas contra la almohada.
Como si no fuera suficiente cargar con la prueba oculta en mi bolso, ahora mi hermano pretendía meter a Jaden en una cena familiar con sermones incluidos. Lo conocía: iba a soltar alguna de esas frases lapidarias que calan más hondo de lo que admite, y Jaden iba a quedarse callado, sumiso como siempre cuando se trataba de él.
La sola idea me revolvía el estómago más que cualquier posible resultado en esa cajita blanca escondida entre mis cosas.
Encendí el televisor en silencio, solo para no escuchar mis propios pensamientos, y me quedé mirando imágenes que no registraba. Por un lado, el miedo absurdo de un resultado positivo. Por otro, la certeza de que el sábado sería un campo minado: mi hermano con su “gran anuncio”, Jaden sentado a la mesa como el mejor amigo ejemplar, y yo, fingiendo que no quería gritarle al mundo que él no era solo eso.
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Editado: 19.09.2025