Manual de un " Casi Algo"

Capítulo 8

La mesa estaba servida con una pulcritud que parecía de catálogo. Copas alineadas, platos blancos relucientes, servilletas dobladas en triángulo perfecto. Mi hermano siempre fue así: ordenado, obsesivo, como si cada detalle demostrara el control que creía tener sobre todo y todos.

Yo sonreía. Esa sonrisa falsa que aprendí a perfeccionar desde niña, la misma que usaba para ocultar cuando me temblaban las manos antes de un examen o cuando mi padre gritaba en casa. Hoy la necesitaba más que nunca.

—Espero que tengan hambre —dijo mi hermano, sirviendo vino con esa voz segura de quien se sabe dueño de la escena.

Jaden estaba frente a mí, en silencio, la copa en la mano, la espalda recta como un soldado. Parecía cómodo en su papel, demasiado cómodo. Y eso me revolvía el estómago.

Mi hermano comenzó a hablar de trabajo, de negocios, de cómo “la disciplina es lo que separa a los exitosos de los mediocres”. Yo asentía, fingiendo interés, mientras miraba de reojo a Jaden. Ni un gesto, ni una interrupción. Como siempre.

Entonces llegó el golpe.
—Bueno —dijo mi hermano, carraspeando con teatralidad—, quería compartir con ustedes una noticia importante.

Mi corazón dio un brinco.

—He decidido comprometerme —soltó, y a su lado apareció su novia con una sonrisa radiante, mostrando el anillo como si fuera un trofeo olímpico.

Los aplausos, las felicitaciones, los brindis comenzaron de inmediato. Yo choqué mi copa como autómata, felicitando con la voz hueca de quien no está presente. Pero mi mente no estaba en el anillo, ni en el compromiso.

Estaba en Jaden.

Mi hermano lo abrazó, palmoteándole la espalda.
—Y a ti, viejo amigo, ya te toca. Es hora de que dejes de perder el tiempo y sientes cabeza.

Las risas de los invitados llenaron la sala. Yo contuve el aire, esperando una reacción, un gesto, cualquier cosa.

Pero Jaden solo sonrió. Esa maldita sonrisa educada. Esa máscara.
—Ya veremos —dijo, sin más.

Y eso fue todo.

Algo en mí se rompió.

Porque mientras él sonreía, yo me ahogaba. Porque en su silencio estaba la confirmación de todos mis miedos: que siempre obedecería a mi hermano, que siempre preferiría callar antes que enfrentar.

Me levanté con una excusa barata de ir al baño, pero él me siguió con la mirada. Y cuando crucé el pasillo, sentí su mano sujetando la mía con fuerza.

—Maya —susurró, arrastrándome hacia un rincón apartado, lejos de la mesa.

Lo miré, con el corazón ardiendo.
—¿Qué quieres, Jaden? ¿Qué siga aplaudiendo mientras finges que nada pasa?

Su mandíbula se tensó. Y por primera vez en mucho tiempo, lo vi quebrarse.

—¿Qué quieres, Jaden? —repetí, bajito, con la rabia enredándose en mi garganta—. ¿Que siga sonriendo como si no me doliera nada?

Él apretó la mandíbula, los ojos clavados en los míos.
—Quiero que confíes en mí —murmuró.

Me reí, amarga, cortante.
—¿Confiar? ¿En ti, que callas cada vez que mi hermano te ordena? ¿En ti, que prefieres asentir antes que abrir la boca?

—No entiendes, Maya.

—¡Claro que entiendo! —lo interrumpí, con lágrimas quemándome los ojos—. Entiendo que él siempre va a ser tu prioridad. Entiendo que cuando se trata de elegir entre lo que él espera de ti y lo que tú sientes… yo no existo.

Sus dedos apretaron más mi muñeca, como si temiera que me escapara en ese mismo instante.
—No digas eso —gruñó, la voz rota.

—¿Y qué quieres que diga? ¿Qué me encanta ser la sombra de tu amistad con él? ¿Qué me fascina que me escondas como si fueras un adolescente con miedo a que lo castiguen? —Me solté de su mano de un tirón—. Somos adultos, Jaden. Y si no puedes serlo conmigo… entonces no quiero nada.

El silencio que siguió fue un látigo. El ruido de la cena en el comedor llegaba amortiguado, risas y copas chocando como si allá dentro el mundo siguiera intacto, mientras el mío se partía en dos.

Y entonces la voz de mi hermano retumbó desde la entrada del pasillo:
—¿Se puede saber qué demonios está pasando aquí?

Me giré despacio. Ahí estaba, con los brazos cruzados y esa mirada inquisidora que siempre usaba conmigo, como si todavía fuera una niña a la que podía regañar.

Jaden retrocedió un paso, incómodo, tragando saliva.

Yo, en cambio, avancé. Sentí cómo el calor de la rabia me empujaba, borrando el miedo.

—Lo que está pasando —dije con la voz firme, más firme de lo que esperaba— es que estoy harta de que me trates como si necesitara tu permiso para vivir mi vida.

El rostro de mi hermano se endureció.
—Maya, no es el momento…

—¡Nunca es el momento contigo! —lo interrumpí, elevando la voz hasta que la sala enmudeció—. Siempre tienes un plan, una opinión, una crítica. ¿Y sabes qué? Ya no me importa.

Jaden me miraba con los ojos abiertos de par en par, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando.

—Maya… —susurró, pero yo levanté la mano para callarlo.

—No más silencios, Jaden. No más excusas. Si estás conmigo, que sea de frente. Y si no… aquí se acaba.

Las copas tintinearon en la mesa, los invitados cuchicheaban, mi hermano me observaba con esa mezcla de furia y desconcierto. Yo respiraba agitada, pero ligera. Como si por fin hubiera soltado un peso que me había estado hundiendo durante años.

El aire en la sala se volvió tan espeso que sentí que podía cortarse con un cuchillo. Todos nos miraban. Mi hermano avanzó un paso, los ojos ardiendo.

—Maya, no tienes idea de lo que estás diciendo —escupió entre dientes—. Este tema no se discute aquí, ni frente a todos.

Me crucé de brazos, sin apartar la mirada.
—Pues yo estoy cansada de discutirlo en mi cabeza y nunca en voz alta.

Jaden permanecía en silencio, con los hombros tensos, como un soldado esperando órdenes. Y eso me rompió más que cualquier palabra de mi hermano.

—¿Vas a seguir callado? —le solté, con un temblor en la voz que no pude disimular—. ¿O vas a dejar de esconderte detrás de él, Jaden?




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