La mesa estaba demasiado ordenada. Copas brillantes, servilletas dobladas con precisión, cada plato colocado como si estuviera en una exposición y no en una cena familiar. No era nuevo: así era él, siempre mostrando control, siempre marcando territorio hasta en los detalles más insignificantes. Y yo, como idiota, sentado frente a Maya, con la espalda recta y esa sonrisa falsa que me había puesto como armadura desde que crucé la puerta.
Ella me miraba. Lo sentía. Cada vez que sus ojos me rozaban, mi garganta se cerraba. Pero no podía devolverle la mirada, no ahí, no frente a su hermano. Tenía que contenerme. Tenía que ser el “mejor amigo leal”, no el hombre que la había tenido en sus brazos la noche anterior.
Cuando él anunció su compromiso, lo abracé como siempre, palmoteando su espalda como si de verdad me importara. Y cuando soltó la frase envenenada, “ya te toca sentar cabeza”, sentí que algo dentro de mí se quebraba. No porque lo dijera, sino porque, por reflejo, sonreí. Esa maldita sonrisa que llevo años usando para no hacer olas.
Vi a Maya desmoronarse en silencio. Fingió con la misma perfección con la que yo finjo. Y eso me dolió más que cualquier palabra de su hermano.
Cuando se levantó con la excusa de ir al baño, no lo dudé. Me levanté tras ella, la alcancé en el pasillo y la sujeté de la mano.
—Maya… —susurré, rogando que me escuchara, que no me soltara.
Pero lo que encontré fue rabia. Sus palabras eran cuchillos: que no existía para mí, que mi silencio la borraba, que yo nunca iba a elegirla. Y tenía razón. Cada sí con su hermano era un no para ella.
Quise explicarle. Quise gritarle que no era cobardía, que era lealtad, que llevaba años pagando un juramento que me pesaba como una condena. Pero todo lo que logré decir fue:
—Quiero que confíes en mí.
Y ella se rió en mi cara. Una risa amarga, que me atravesó el pecho.
Entonces su hermano apareció. Con los brazos cruzados, con esa mirada de juez que siempre me hizo sentir deudor. Me había enfrentado a muchos hombres en mi vida, pero nunca a él. Y sin embargo, en ese instante, cuando escuché a Maya gritar que estaba harta, entendí que ya no podía callar más.
—Basta —fue lo único que salió de mi boca al principio.
Pero era como abrir una compuerta. Todo lo que había callado durante años salió en oleadas: que ella no era una niña, que no necesitaba permiso, que yo tampoco iba a seguir siendo su sombra. Y al decirlo, sentí algo que nunca había sentido frente a él: libertad.
Cuando Maya tomó mi mano frente a todos, me quedé helado. Porque esa decisión era fuego, era dinamita… y aun así no la solté. No podía. No quería.
Su hermano nos lanzó la amenaza: “Si cruzas esa puerta con él, no regreses”. Y yo pensé que ella vacilaría, que dudaría como siempre. Pero no. Su respuesta fue firme, brutal: “Entonces no regreso”.
La seguí hasta el auto, en silencio. Todo el camino mis manos temblaron en el volante. Quería hablar, quería decirle que lo que había hecho me aterraba, que habíamos cruzado una línea que ya no tendría vuelta atrás. Pero ella, con esa fuerza que tanto admiro, me desarmó: “Esta vez no lo perdí todo. Esta vez me encontré”.
No supe qué contestar. Solo apreté más el volante y la miré de reojo, con el corazón latiendo como si acabara de correr una batalla.
En el ascensor, cuando me dijo que era un idiota, sonreí. Porque si aún podía insultarme, si aún podía mirarme con esos ojos encendidos, entonces todavía me quedaba una oportunidad con ella.
Cuando me besó —o cuando yo la besé, ya no sé quién empezó—, entendí que todo lo demás podía derrumbarse. Su hermano, la familia, las máscaras. Todo. Mientras ella siguiera mirándome de esa forma, yo no necesitaba nada más.
Esa noche, en su apartamento, no hablamos. No había palabras que alcanzaran. Hubo besos, hubo silencios, hubo un cuerpo encontrando refugio en el otro. Y aunque sabía que al amanecer los problemas seguirían ahí, en ese instante… me sentí en casa.
Por primera vez en años, dejé de ser la sombra de alguien. Y me convertí en el hombre de ella.
El amanecer entró sin permiso por la ventana de su apartamento. Los primeros rayos se filtraban entre las cortinas, dibujando líneas doradas en la piel de Maya. Ella dormía a mi lado, con el cabello enredado sobre la almohada y una de sus manos atrapada en mi pecho, como si inconscientemente se negara a soltarme.
Me quedé quieto. La observé en silencio, intentando grabar en mi memoria esa imagen. Se veía tan tranquila que por un momento quise engañarme y pensar que el mundo se había detenido, que nada de lo que pasó la noche anterior importaba: ni el anillo en el dedo de su cuñada, ni la amenaza de su hermano, ni mi juramento estúpido de años atrás.
Pero la realidad estaba ahí, latiendo como una herida.
Apreté la mandíbula. Todavía escuchaba la voz de su hermano retumbando en mi cabeza: “Si cruzas esa puerta con él, no regreses”. Y lo peor no era la amenaza, sino que sabía que hablaba en serio. Con él nunca había medias tintas. Y yo… yo lo había enfrentado. Por ella.
Pasé una mano por mi rostro, cansado. Maya se movió apenas, murmurando algo en sueños. Su cuerpo se acurrucó más contra el mío y sentí cómo la respiración me cambiaba de ritmo. Ella no tenía idea de cuánto significaba para mí ese simple gesto: que me buscara incluso dormida, que no huyera, que eligiera quedarse.
Por un instante me permití cerrar los ojos y pensar que todo podía ser así de simple: ella y yo, sin nadie más opinando. Pero la lucidez me alcanzó rápido. Tarde o temprano, Maya iba a recordar la farmacia, la prueba escondida en su bolso. Y tarde o temprano, su hermano iba a volver a interponerse.
Me levanté con cuidado, intentando no despertarla. Me vestí en silencio, recogí mis llaves de la mesa y me quedé unos segundos apoyado en la puerta, mirándola dormir. Había una parte de mí que quería dejar una nota, algo que dijera lo que aún no me atrevo a pronunciar. Pero otra parte, la que todavía carga con años de silencio, eligió callar.
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Editado: 18.09.2025