Manual de un " Casi Algo"

Capitulo 10

Jaden

La mañana amaneció extrañamente tranquila, demasiado para lo que había pasado la noche anterior. Maya seguía dormida, enredada en las sábanas, con ese gesto sereno que pocas veces le había visto. Yo me quedé un rato observándola, intentando memorizar cada curva de su rostro. Tenía esa manía de quedarse con todo lo que después me perseguía en silencio.

Me levanté despacio, buscando mi ropa esparcida por el suelo. Mientras recogía la camisa, vi algo en el bote de basura del baño que me heló la sangre.

Una cajita blanca.
Rectangular.
Con un logo demasiado familiar.

Me agaché, la saqué con cuidado y ahí estaba, tan real como un golpe en el estómago: una prueba de embarazo.

Por un segundo, sentí que el mundo se me iba de las manos. La apreté en el puño, cerré los ojos y respiré hondo, como si así pudiera ordenar mis pensamientos. ¿Cuándo la había comprado? ¿La había usado ya? ¿Por qué no me había dicho nada?

El corazón me latía con violencia, como si quisiera atravesarme el pecho. Miles de recuerdos me golpearon al mismo tiempo: promesas rotas, padres ausentes, la voz del hermano de Maya advirtiéndome una y otra vez que no me acercara a ella. Y, sobre todo, la idea de repetir errores que juré nunca cometer.

Me miré al espejo, con la prueba todavía en la mano. La pregunta no era si estaba listo. Porque no lo estaba. Ninguno lo estaba. La verdadera pregunta era: ¿qué iba a hacer si lo estaba?

Y la respuesta salió de mi boca antes de que pudiera detenerme.
—Casarme con ella.

Así de simple. Así de contundente. Porque lo único que tenía claro era que no pensaba dejarla sola, ni dejar que enfrentara nada de esto sin mí.

Guardé la caja en el bolsillo de mi chaqueta, como si fuera un secreto que solo yo debía cargar. Salí del baño y la vi girarse entre sueños, buscando mi lado vacío en la cama. La ternura me golpeó tan fuerte que me dolieron los dientes.

Me acerqué, le aparté un mechón del cabello de la cara y le besé la frente.
—No voy a dejarte, pecas —murmuré, aunque ella no pudiera oírme.

Cuando salió el sol por completo, yo ya tenía una decisión tomada. No iba a esperar más señales, ni a darle vueltas. Esa misma noche iba a pedírselo. A mi manera, sin arrodillarme ni discursos ridículos, pero con toda la certeza que me quedaba: Maya no iba a enfrentar esto sola.

Ni aunque me odiara por la forma en que se lo iba a proponer.

El día se me hizo eterno. No recuerdo haber revisado inventario en la ferretería, ni haber atendido a los clientes. Todo era un ruido de fondo. La caja de la prueba seguía quemándome en el bolsillo, como si cada paso que daba me recordara la urgencia de resolver esto.

Cuando por fin el reloj marcó la hora de cerrar, me dirigí directo a su apartamento. No tenía un plan romántico ni una caja con anillo escondida, solo la decisión cruda y desesperada de que ella no podía seguir sin saber lo que pensaba.

Maya abrió la puerta con el cabello recogido de cualquier manera y un vestido cómodo, uno de esos que usa cuando quiere estar tranquila. Me sonrió apenas, cansada. Y yo, que había ensayado miles de palabras en mi cabeza, terminé soltando lo más torpe.

—Tenemos que hablar.

Ella frunció el ceño de inmediato. —Eso nunca suena bien.

Entré sin pedir permiso. Caminé hasta la mesa del comedor y dejé la cajita sobre la madera. Maya se quedó helada.

—¿Dónde… dónde la encontraste? —preguntó, con la voz baja, como si acabara de ser descubierta en un crimen.

Me crucé de brazos, intentando no sonar como un idiota. —No importa dónde. Lo que importa es que si esto… si tú estás… —tragué saliva— no pienso dejarte sola.

Ella abrió los ojos como platos. —¿Qué estás diciendo?

Me pasé una mano por el cabello, nervioso. —Estoy diciendo que si vas a tener un hijo, Maya, lo vamos a criar juntos. Y que no pienso dejar que tu hermano, ni nadie, decida qué hacer con nuestra vida.

La risa que soltó fue tan inesperada que me desarmó. Primero baja, contenida, y luego más fuerte, hasta cubrirse la boca con la mano.

—¿De qué te ríes? —pregunté, herido.

Ella se acercó, tomó la caja y la agitó en el aire. —Jaden, no estoy embarazada.

Me quedé en blanco. —¿Cómo que no?

—Compré la prueba porque soy una maniática del control —explicó, aún sonriendo—. Uso anticonceptivos, lo sabes, pero… necesitaba comprobar que todo estaba funcionando. Llamémoslo paranoia.

Sentí cómo la tensión se me desmoronaba de golpe, dejándome tambaleante. Me dejé caer en la silla más cercana y solté una carcajada incrédula.

—¿Así que casi me da un infarto por tus ansias de “controlar” todo?

Ella se inclinó hacia mí, con esa mirada entre divertida y retadora que siempre consigue desarmarme. —Eres tú el que vino a soltar un discurso de “vamos a criarlo juntos”. ¿Qué se supone que era eso? ¿Una propuesta de matrimonio improvisada?

Me pasé la mano por la cara, todavía aturdido. —Sí.

El silencio que siguió me quemó por dentro. Hasta que escuché su risa otra vez.

—Eres un idiota, Jaden —dijo, sentándose en mi regazo y rodeándome el cuello con los brazos—. Un idiota que se me adelantó a todo.

—¿Eso significa que dirías que no? —murmuré, con media sonrisa.

Ella me besó, lento, con esa calma peligrosa que tiene cuando ya tomó una decisión. —Significa que todavía no estoy lista. No para ser madre. No para casarme. Hay demasiadas cosas que quiero experimentar antes.

La confesión me dolió y me alivió al mismo tiempo. Dolió porque la quería ahora, entera. Me alivió porque, al menos, no cerraba la puerta.

—Entonces esperaré —dije, con una seriedad que no usaba a menudo.

Maya acarició mi mandíbula, con ternura inesperada. —Más te vale, idiota.

La tensión se disipó entre risas y besos, pero en mi interior sabía que lo que acababa de pasar no era un juego. Habíamos rozado un futuro que todavía no nos correspondía… pero que yo estaba decidido a alcanzar, tarde o temprano.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.