(Maya)
El mensaje seguía ahí, clavado en mi memoria aunque lo hubiera borrado de la pantalla.
“No me obligues a ir a buscarte.”
Esa era la clase de frase que mi hermano siempre usaba: mitad advertencia, mitad amenaza. Y lo peor es que funcionaba, porque aún después de casi treinta años, una parte de mí seguía temblando cuando él alzaba la voz o me recordaba que “sabía lo que era mejor para mí”.
Me recosté en el sofá, con la cabeza apoyada en el hombro de Jaden. El silencio pesaba, y cada tanto el motor de un carro en la calle parecía recordarme que el mundo seguía girando, aunque yo me sintiera atrapada.
—No tienes que verlo si no quieres —dijo él al fin, rompiendo ese muro invisible.
Lo miré de reojo. Estaba serio, los labios apretados, los nudillos blancos de tanto tensar el puño. Jaden, el mismo que solía responder con sarcasmo y humor negro, ahora parecía una bomba de tiempo.
—Sí tengo que verlo —murmuré.
Él giró el rostro hacia mí, incrédulo. —¿Para qué? ¿Para que vuelva a tratarte como si fueras una niña?
Tragué saliva. —Porque si no lo hago, va a buscar la forma de hacerlo peor. Y yo… —me detuve un segundo, ordenando mis propias palabras— yo ya no quiero vivir huyendo de las cosas.
Jaden no respondió de inmediato. Solo me observó, y en sus ojos encontré algo que no supe si era orgullo o miedo.
—Eres más fuerte de lo que crees, pecas —susurró al final.
Me sonreí con ironía. —Y más terca de lo que esperabas.
Eso le arrancó una carcajada baja, casi un suspiro, que alivió un poco la tensión. Me besó la frente, un gesto tan simple y tan íntimo que me derritió por dentro.
—Lo que decidas, lo enfrento contigo —dijo, y sus dedos entrelazaron los míos.
Cerré los ojos un momento, absorbiendo esa promesa silenciosa. No era un juramento infantil ni una declaración exagerada: era un compromiso adulto, crudo, de esos que pesan porque sabes que no hay marcha atrás.
Y aunque el miedo seguía ahí, escondido en alguna parte de mi pecho, por primera vez no me sentí sola para enfrentarlo.
El agua de la ducha caía sobre mí con fuerza, golpeando la piel como si pudiera arrastrar también mis pensamientos. Me quedé quieta, con la frente apoyada contra la pared de azulejos fríos, mientras repasaba una y otra vez el mensaje de mi hermano.
“No me obligues a ir a buscarte.”
Cerré los ojos. No era una amenaza vacía. Nunca lo había sido. Mi hermano tenía esa manía de meterse en cada decisión de mi vida, como si tuviera derecho a intervenir solo porque era mayor, porque había “sacrificado tanto por mí”. Y sí, tal vez lo había hecho, pero a estas alturas ese sacrificio se había convertido en una cadena.
El vapor empañó el espejo cuando salí de la ducha. Me sequé con calma, intentando convencerme de que podía volver a ser la doctora seria y tranquila que todos esperaban en el hospital. Pero debajo de la bata, debajo del maquillaje ligero que me puse después, todavía estaba la mujer que no podía dejar de recordar los labios de Jaden en mi cuello, ni su promesa de “enfrentarlo contigo”.
Suspiré. ¿Desde cuándo lo cotidiano se había vuelto tan absurdo? Mientras me ponía unos pantalones cómodos y ataba el cabello en una coleta alta, mis ojos se detuvieron en la mesa del comedor. Allí, como si me estuviera esperando, estaba la bolsa de la farmacia con la prueba que aún no me había atrevido a abrir.
El corazón me dio un vuelco. No hoy. No ahora. Una cosa a la vez.
El celular vibró sobre el sofá. Lo tomé con manos temblorosas. Un mensaje de Jaden:
Jaden:
“No dejes que te arruine el día. Te paso a recoger en la noche. Quiero que cenemos solos, sin nadie más.”
Una sonrisa involuntaria se me escapó. La típica forma de él de ponerle un parche a un barco que se hunde: no negaba el problema, pero tampoco me dejaba ahogarme en él.
Le respondí con algo corto, casi automático:
“Está bien. Pero prométeme que no hablaremos de mi hermano en esa cena.”
No tardó en contestar:
“Prometido. Hoy solo tú y yo.”
Me dejé caer en el sofá, con el celular en el pecho y una risa nerviosa en los labios. A veces parecía tan fácil, como si bastara con apagar el ruido del mundo y quedarnos en silencio. Y sin embargo, la sombra de mi hermano siempre volvía.
Pero esta vez —me prometí a mí misma— no iba a dejar que me controlara ni a mí, ni a lo que estaba empezando con Jaden.
El reloj del hospital parecía empeñado en torturarme. Cada minuto se arrastraba lento, y aunque trataba de concentrarme en los expedientes, mi cabeza estaba en otra parte. Más bien, en otra persona.
Jaden.
Anoche había sido intenso, distinto. Y aunque no lo dije en voz alta, en mi interior sabía que lo que vivimos no era algo pasajero. Era peligroso admitirlo, pero me sentía atrapada en la forma en que me miraba, en cómo decía mi nombre como si supiera desarmarme con solo dos sílabas.
Me refugié en la sala de descanso y tomé aire. El celular vibró en el bolsillo de la bata, y el corazón se me aceleró antes de verlo. Era él.
Jaden:
“Prometido. Hoy solo tú y yo.”
Sonreí como una idiota. Eso era justo lo que necesitaba escuchar. No quería que esta noche se convirtiera en otra batalla con mi hermano rondando en el aire como un fantasma que siempre decidía por mí. Quería a Jaden para mí, sin cadenas, sin máscaras.
Me miré en el espejo del baño antes de salir del turno. El maquillaje estaba casi borrado, el cabello recogido a las carreras, y aun así me vi distinta. Tal vez más viva. O más temerosa, quién sabe.
De camino a casa pasé frente a una farmacia y mi cuerpo actuó sin pedirme permiso. Le pedí al conductor que se detuviera. Entré con paso rápido, evitando las miradas, y compré la prueba. La escondí en el bolso como si se tratara de un secreto capaz de hacer explotar mi mundo.
#308 en Joven Adulto
#1688 en Otros
#521 en Humor
profesion drama amigos romance, amor lujuria pasión, amor romance dudas odio misterio
Editado: 18.09.2025