Manual para no enamorarse de vos

CAPITULO 2. Regla #2: No repitás momentos. La memoria es traicionera y el cuerpo no olvida.

Volvieron a verse sin planearlo. Otra clase, otro día, otro asiento libre junto al otro. Marina fingió sorpresa; Sebas fingió indiferencia. En el fondo, ambos sabían que si uno no hubiera llegado, el otro habría sentido la falta como una molestia sin nombre.

—¿Volviste? —preguntó ella, dejando caer la mochila como si no le importara.
—La clase me pareció… tolerable.
—Tenés estándares muy bajos.
—Y vos hablás mucho —le devolvió él, con media sonrisa.

Había algo adictivo en esos intercambios: nadie ganaba, pero tampoco se lastimaban. Como si jugaran a lanzarse piedras sin peso.

Después de la clase, Sebas le ofreció un café. Ni siquiera lo pensó, sólo lo dijo. Y ella aceptó como si no supiera que era una mala idea.

Terminaron en una cafetería ruidosa y barata. Marina pidió té. Sebas pidió cualquier cosa con cafeína. Se sentaron uno frente al otro y, por alguna razón, no les pesó el silencio.

—Esto no debería repetirse —dijo ella, mirando su taza.
—¿El té? ¿O la conversación?
—Todo. Las segundas veces son peores.
—¿Por qué?
—Porque uno empieza a recordar. Y ahí ya no es casualidad. Ya es querer.

Sebas no respondió de inmediato. Jugó con la cucharita, pensó en todos los lugares donde había repetido cafés y miradas y errores.
—Entonces sumalo al manual.
—¿La regla dos?
—Sí. No repetir momentos.
—Porque la memoria es traicionera… —completó ella.
—…y el cuerpo no olvida —cerró él.

Y en ese momento, sin decirlo en voz alta, supieron que estaban jodidos. Porque acababan de repetir. Y lo habían disfrutado más que la primera vez.

Pero como aún no lo sabían con certeza, se permitieron una excusa más: escribir otra regla. Como quien traza una línea en la arena sabiendo que va a cruzarla, pero igual quiere ver desde dónde comenzó todo.

Sebas pagó la cuenta sin preguntar, como si ya lo hubiera hecho antes. Marina no protestó. Solo se puso de pie despacio, con ese gesto cansado que tenía cuando sentía que algo se le estaba volviendo costumbre demasiado pronto.

Caminaron hasta la puerta con pasos lentos, arrastrando las palabras.

—¿Y entonces qué? —preguntó él, empujando la puerta de vidrio.
—¿Qué de qué?
—¿Nos vamos a hacer los que no queremos vernos otra vez?

Ella lo miró. En sus ojos no había coqueteo, ni ternura, ni una promesa oculta. Solo una mezcla difícil de traducir: precaución, quizás. O tristeza que se disfraza de lucidez.

—No soy buena para soltar cosas cuando me empiezan a gustar —dijo ella, bajito.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

Marina se rió, sin humor. Dio un paso hacia atrás como si el aire le pesara.

—Que vos no deberías empezar a gustarme.

Ahí lo dejó. Sin dramatismos. Sin despedidas largas ni promesas de “nos hablamos”. Se fue caminando calle abajo, con la mochila colgando de un solo hombro y el pelo cubriéndole media cara.

Sebas se quedó parado un momento más, mirando cómo se alejaba. No pensó en correr detrás de ella. Tampoco en olvidarla.

Pensó en el silencio. En lo fácil que fue esa conversación. En lo mucho que se parecía a algo que ya había sentido antes.
Y en que, tal vez, repetir no había sido el error. Sino quedarse con ganas de más.

Cuando volvió a casa, abrió el bloc de notas en su celular y escribió, sin pensarlo demasiado:

Regla #3: No te vayas sin cerrar bien las puertas. Las personas que no sabés si querés volver a ver, suelen volver.




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