Marina llegó a su apartamento con la sensación de estar cargando algo que no era suyo. No eran libros. No era cansancio. Era él. O tal vez, la idea de él. Lo que no fue, pero podría haber sido si se quedaban un rato más. Si cruzaban una palabra de más. Si nadie ponía reglas.
Tiró la mochila sobre el sillón con un gesto automático, sin pensar en nada más que en el eco de sus propios pasos. No encendió la luz. No lo necesitaba. Conocía ese espacio con los ojos cerrados. Sabía dónde crujía la madera, dónde la sombra era más densa, dónde el silencio se volvía insoportable.
Se sirvió un poco de agua, la dejó a medio tomar en la mesa. El vaso quedó allí, como testigo de algo incompleto.
Quiso distraerse. Lo intentó. Reprodujo una serie que ya había visto. Avanzó diez minutos. La detuvo. Buscó algo para leer. No se concentró.
Pensó en escribirle. Solo un mensaje simple, inofensivo. Un “llegaste bien” o un “me reí hoy, gracias”. Algo que no comprometiera nada, pero que dijera todo.
Abrió el chat. Lo volvió a cerrar.
“No empieces algo que no querés terminar”, se dijo a sí misma. Como si alguna parte de ella aún pudiera controlar lo que estaba sintiendo.
Entonces hizo lo único que podía hacer para no sentirse tan vulnerable: retomó el manual.
Era un archivo de notas sin nombre oficial. Solo decía cosas importantes porque manual para no enamorarse de vos le seguía pareciendo demasiado íntimo, demasiado preciso.
Pero igual lo usaba. Como quien escribe advertencias para sí misma sabiendo que va a ignorarlas.
Y ahí, entre la regla uno y la dos, con el estómago aún revuelto y el recuerdo de su voz metido en el cuello, escribió:
Regla #3: No te vayas sin cerrar bien las puertas. Las personas que no sabés si querés volver a ver, suelen volver.
Lo escribió porque no podía dormir.
Porque sabía que dejarlo ir sin un “chau” real era como invitarlo a volver.
Y porque, aunque no lo admitiría en voz alta, una parte de ella ya lo estaba esperando.
Después de eso, se quedó sentada en el suelo, con la espalda contra la pared y la luz del celular iluminándole la cara. Estuvo así por mucho rato, con la mente atrapada en el recuerdo de la cafetería, en su risa contenida, en la forma absurda en la que todo había sido tan fácil y tan raro al mismo tiempo.
Por un segundo, pensó en enviarle la regla.
Como una especie de advertencia. O de excusa para volver a hablarle.
Pero no lo hizo.
En cambio, se fue a la cama.
Sin música. Sin mensajes. Sin respuestas.
Y dejó el celular del otro lado de la habitación. Lejos. Como si eso sirviera de algo.
Se durmió tarde, con el cuerpo rendido y la cabeza llena de cosas que no quería pensar.
Y en el fondo, supo que aunque no lo escribiera, ya se estaba gestando una cuarta regla.
Porque las puertas que no cerrás, chato…
las terminás abriendo sin querer.