Eran las 10:43 de la mañana cuando sonó el celular. Marina estaba en la fila de una panadería, con auriculares puestos pero sin música, porque a veces solo necesitaba bloquear al mundo sin comprometerse con el ritmo de nada.
La notificación apareció entre otras sin importancia.
Un solo mensaje.
De Sebas.
Un emoji.
🫠
Ella lo miró con el ceño fruncido.
No era una pregunta. No era una afirmación.
Era, literalmente, nada.
Un gesto. Un movimiento en el agua. Una piedrita lanzada a ver si hacía ondas.
Pasaron cinco minutos sin que respondiera. Luego diez.
Después, otra notificación: Sebas está escribiendo…
Pero no envió nada.
Marina apretó los labios. No sabía si reírse, bloquearlo, ignorarlo o mandarle un párrafo completo explicándole que su falta de claridad era molesta, infantil, y probablemente parte de un patrón emocional que debía revisar con terapia.
En vez de eso, guardó el celular. Pagó su pan dulce. Se sentó en una banca de parque a comerlo sin hambre.
Durante un rato, lo pensó.
Lo pensó más de lo que debía.
¿Por qué un emoji? ¿Por qué ese emoji? ¿Por qué ahora?
“Porque está probando si aún puede aparecer cuando quiera”, se respondió.
Volvió a abrir las notas del manual. Sus dedos escribieron sin consultar a su orgullo:
Regla #4: No respondás a mensajes que no dicen nada. Las intenciones vagas esconden ganas muy claras.
Lo guardó. Cerró el celular.
Pero igual lo siguió mirando de reojo cada dos minutos.
Hasta que, contra todo pronóstico, no aguantó.
Respondió con otro emoji. Uno seco, ambiguo, casi una amenaza pasivo-agresiva:
🙂
Y entonces Sebas, como si eso hubiera sido todo lo que necesitaba, respondió de inmediato:
—¿Café hoy?
Marina no supo si reír, odiarlo o ir.
Así que hizo lo más honesto que pudo hacer.
Le respondió:
—Solo si pagás vos. Y no hablás de nada importante.
—Prometo no decir nada útil en absoluto —contestó él.
Y lo peor, pensó ella, es que lo decía en serio.
Porque a veces, el silencio entre dos personas no es falta de conversación.
Es un campo minado que ninguno se atreve a cruzar todavía.
Sebas propuso una librería con cafetería en la planta alta. Marina aceptó porque no quería volver al mismo lugar. No por nostalgia ni por prudencia, sino porque intuía que un tercer café en el mismo sitio convertiría esto en costumbre. Y el manual era, ante todo, una guerra contra la costumbre emocional.
Cuando llegó, él ya estaba ahí, hojeando un libro sin abrirlo realmente. Tenía esa forma de estar presente sin parecer que le importaba.
Marina se acercó sin saludar con palabras. Solo le levantó una ceja.
—Me alegra saber que tu comunicación sigue evolucionando. Un emoji. Qué valiente.
—No quería molestar —dijo él, encogiéndose de hombros—. Solo comprobar que no me habías bloqueado.
—Todavía no —contestó ella, sentándose del lado opuesto de la mesa—. Pero te estás esforzando.
Pidieron dos bebidas que no eran las de siempre. Marina se inclinó por un chocolate caliente con canela, Sebas por un té verde sin azúcar. Ambos notaron la rareza del pedido del otro, pero no dijeron nada. Era mejor así. Lo diferente parecía más seguro.
Durante varios minutos, hablaron de cosas que no dolían. Libros, noticias absurdas, el clima. Nada que comprometiera al corazón.
Hasta que Sebas bajó la mirada y dijo, casi sin querer:
—Me quedé pensando en lo que dijiste la otra vez.
—¿Qué de todo? Digo muchas estupideces.
—En eso de que las segundas veces son peores.
—¿Y?
—Creo que no. Creo que son más peligrosas, pero también más… reales.
Marina no respondió. Se llevó la taza a los labios sin tomar nada.
—No vine a repetir nada —dijo él, bajando la voz—. Solo quería saber si todavía podíamos hablar sin enredarnos.
—Eso depende de cuántos emojis más pensás mandar —respondió ella, y sonrió. No de forma amable, sino resignada.
La conversación siguió sin sobresaltos. Pero ambos sabían que algo había cambiado. Que ese lugar nuevo no evitó la repetición, solo la disfrazó.
Y que si ya estaban escribiendo reglas, era porque el manual se estaba convirtiendo en diario.