Sebas no era alguien que se guardara las cosas, ni que llenara cuadernos con pensamientos profundos. Pero esa noche, sentado en la oscuridad de su habitación, con la pantalla del celular iluminando su cara cansada, algo le impulsó a abrir la aplicación de notas. Con dedos torpes y lentos, escribió:
Regla #5: No esperés que te escriba. Y no te mintás si te molesta que no lo haga.
La frase quedó ahí, suspendida entre un meme absurdo que tenía guardado y el vacío que se colaba entre sus pensamientos.
Habían pasado dos días desde que se vieron en la librería. Dos días en los que el silencio se había convertido en un espacio tan denso que pesaba. No un silencio cómodo ni deseado, sino uno lleno de preguntas sin respuestas.
Cada vez que sonaba el celular, Sebas sentía una punzada en el pecho. No importaba si era una alerta trivial o una notificación cualquiera. Su mirada se disparaba al teléfono, con la esperanza absurda de ver el nombre de Marina. Pero no. Nunca era ella.
Y cuando no lo era, se enojaba consigo mismo. No porque la esperara —eso era lo que se decía— sino porque sentía que algo lo estaba dominando y no entendía qué.
La regla era su forma de admitirlo. Una defensa para no sentirse vulnerable, para no caer en la trampa de las expectativas.
Pero mientras escribía, sabía que era mentira. Sabía que esperaba. Y se mentía.
Al día siguiente, caminó por la ciudad con los audífonos puestos, intentando ahogar el ruido de sus propios pensamientos. Las calles le parecían extrañas, como si él también fuera un desconocido para sí mismo.
Pensaba en Marina. En cómo la última vez que la vio, sus ojos no habían ocultado nada, pero las palabras sí. En el modo en que ella había intentado mantener la distancia con un emoji seco y una promesa de no decir nada útil.
En el fondo, se preguntaba si ella también estaba escribiendo reglas, o si solo estaba fingiendo que todo estaba bajo control.
Y mientras Sebas se debatía entre la negación y el deseo, Marina, a kilómetros de distancia, vivía su propio tormento.
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Marina, después de cerrar el chat con Sebas, se sentó en el balcón de su apartamento. Afuera, la ciudad vibraba con luces y sonidos, pero ella solo sentía el vacío que dejaba la ausencia de un mensaje que nunca llegaba.
Pensó en la regla que había escrito la noche anterior. Esa que todavía le quemaba en la piel.
No te vayas sin cerrar bien las puertas.
¿Pero qué pasa cuando las puertas quedan entreabiertas?
¿Cuando las ganas están, pero el miedo es más fuerte?
¿Cuando uno quiere cerrar, pero se detiene por no saber cómo?
El manual, que al principio parecía un simple juego, ahora le parecía un mapa complicado. Un territorio donde cada paso estaba marcado por decisiones que no quería tomar.
Miró el teléfono de nuevo.
No lo encendió.
Sabía que no debía hacerlo. Que cada vez que lo hacía, el vacío se hacía más grande.
Se levantó y caminó hacia la mesa donde tenía su cuaderno. Lo abrió y escribió, sin pensar demasiado:
Regla #6: No confundas el deseo de compañía con el de cercanía.
Se detuvo un momento, respiró profundo y cerró el cuaderno. El manual estaba creciendo, aunque nadie le había pedido que lo hiciera.
Porque a veces, la única forma de no perderse era escribir las reglas que uno necesitaba para sobrevivir.