Manual para no enamorarse de vos

CAPITULO 7. Regla #7: No asumás que los demás olvidan lo que vos intentás esconder.

La ciudad parecía suspendida en un domingo lento, aunque era miércoles. De esos días en que la gente camina más despacio, los semáforos duran más de la cuenta y todo parece un poco fuera de sitio.

Marina no iba hacia ningún lugar concreto. Salió por inercia, por necesidad de aire, por el impulso de no quedarse atrapada en su propio silencio.
Iba cruzando una plaza vieja, la misma donde solía ir de niña con su madre, cuando lo vio.

Sebas estaba ahí, sentado en una banca, solo. El mismo abrigo de siempre, las piernas cruzadas, los ojos clavados en el suelo como si estuviera esperándose a sí mismo. No se veía ni bien ni mal. Solo... Sebas, con esa presencia que le molestaba y le dolía en la misma medida.

Ella dudó en acercarse. Pero ya era tarde. Él la había visto.

—¿Te gusta espiar gente que no responde tus mensajes? —dijo él, con una media sonrisa.
—¿Te gusta mandar emojis en vez de decir lo que sentís? —respondió ella sin filtro.

Hubo una pausa. Una de esas largas, donde ninguno sabe si están peleando o jugando.

—No sabía que venías por acá —dijo él.
—Yo tampoco sabía que vos te ibas a convertir en alguien con lugares favoritos.

Sebas bajó la mirada.
Ella lo notó raro. Más callado. Más… medido.

—¿Estás bien? —preguntó, como quien pregunta algo que no quiere responder.
—Sí. Solo... estoy pensando.

—¿En qué?
—En una frase que leí hoy —dijo él, sin mirarla—. Decía algo como… “no confundas el deseo de compañía con el de cercanía”.

Marina sintió cómo le temblaba el estómago. Como si acabara de bajar en picada de una montaña rusa.

—¿Dónde leíste eso? —preguntó, controlando la voz.
Sebas levantó la vista. Tardó un segundo en contestar.
—No importa.

Y en ese no importa estaba todo.
Ella lo supo.
Lo sintió.

Él la había encontrado.
La frase, la hoja, la verdad que había escrito para sí misma. La había leído. Y se la acababa de devolver sin pedir permiso.

—¿Te pasa seguido eso de encontrar lo que no estás buscando? —preguntó Marina, con la voz suave pero cargada.
—Solo cuando no sé qué estoy evitando —respondió él.

El silencio que siguió fue distinto. No era tenso. Era honesto. Como si por fin se hubieran visto sin las reglas de por medio.

—Tengo que irme —dijo ella, de pronto.
—Claro —respondió él.

Marina dio unos pasos. Pero se detuvo.
Giró apenas la cabeza. No lo miró, pero habló:

—No escribas sobre eso. Algunas reglas no se hacen para compartirse.

Y se fue.
Con las manos frías, el corazón caliente y la certeza de que ya no estaban tan lejos.
Aunque el manual siguiera diciendo lo contrario.




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