Era un domingo sin pretensiones.
De esos que no prometen nada, pero sorprenden con un cielo claro y una brisa que no molesta.
Marina tenía el cuaderno en las manos.
El mismo de siempre.
Las hojas dobladas, los márgenes llenos de garabatos, una que otra mancha de café que parecía mapa.
Estaban sentados en un parque cualquiera.
Uno con bancas incómodas y árboles a medio crecer.
No hablaban mucho.
No hacía falta.
—¿Querés escribir una más? —preguntó Sebas, con una sonrisa casi cómplice.
Marina abrió el cuaderno.
Miró la última página.
La que siempre había dejado en blanco.
—Ya no —dijo, cerrándolo con cuidado—. Creo que el manual cumplió su ciclo.
—¿Y qué hacemos ahora?
Ella lo miró.
No con certeza.
Pero sí con ternura.
—Ahora intentamos vivir sin instrucciones. Como si cada error no nos definiera. Como si el amor no fuera algo que se previene, sino algo que se elige… aunque duela.
Sebas asintió.
No como quien entiende todo, sino como quien está dispuesto a aprender sin garantías.
El cuaderno quedó sobre la banca.
No lo guardaron.
Lo dejaron ahí, entre los dos, como una ofrenda a todo lo que fueron.
Un niño pasó corriendo y lo miró.
No lo tocó.
Siguió su camino.
Y así, sin frases finales ni pactos solemnes, el manual dejó de escribirse.
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Horas más tarde, ya en su casa, Marina abrió una nueva libreta.
Una sin título.
Sin portada.
Sin reglas.
En la primera página escribió, con letra pequeña:
“A veces, el amor no necesita instrucciones. Solo un poco de valentía.”
Y en la esquina inferior, sin que Sebas lo supiera, dejó una nota:
“Por si algún día esto se convierte en historia... tal vez valga la pena seguirla.”
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FIN (por ahora).