Mar de pecas

Capítulo 1 - Bilbao

Iris

Debería haber dejado la maleta en la casa de mi prima, pero apenas me daba tiempo entre que bajaba del autobús, iba a comer, a sacar dinero, dar una pequeña vuelta turística y volver de nuevo a por otro autobús, para continuar mi viaje, de vuelta a casa.

París me había maravillado. Aquellos cinco días entre edificios neoclásicos, calles decoradas de flores y esa lengua que se impregnaba tanto en mí, me habían rejuvenecido el alma. Volvía con más energía que nunca para el reto de ese nuevo verano, que ya había enfrentado en un par de ocasiones.

Al acabar la carrera, me había prometido viajar por mi cuenta, dándome mis tiempos para visitar, sentarme en una terraza y admirar el ritmo frenético de los transeúntes, mientras yo me permitía disfrutar de la calma y el desasosiego vacacional, en esas sillas rojas con vistas a la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Lo cierto y verdad, era que me había perdido en más de una ocasión en el metro y que puede que me hubiera gustado tener a alguien que me hiciera un par de fotografías, para enmarcar el recuerdo de aquel bonito viaje, pero a veces la timidez me superaba. Me había propuesto ignorar la navegación del teléfono y guiarme por mapas de papel, teniendo que recurrir en ocasiones, a chapurrear el poco francés que conocía, con el fin de disipar mis dudas y enfrentarme a la agorafobia que me bloqueaba más de una vez.

Me miré por última vez en el espejo del baño, en ese ir y venir de gente. Me parecía tan poco al resto del mundo. Toda mi cara llena de pecas, mis ojos demasiado claros para aguantar la intensidad del sol y mi piel demasiado pálida para evitar las quemaduras insufribles. Y mi maldito pelo naranja. Algún día acabaría por teñírmelo. Aunque quizá sería más fácil empezar a aceptarlo. Mi pelo y mi cuerpo, todo en su conjunto.

Le había pedido un bocadillo diminuto al camarero de la cantina de la estación, de atún y mayonesa. Probablemente, debería haberle dicho que no me gustaba el pimiento que había decidido echarle. Aunque sería más fácil decir que no me gustaba el picante. En absoluto.

En cualquier caso, decidí quitárselo e ir en busca de mi maleta a la consigna. Me esperaba otra larga cola. Al final, había perdido más tiempo en guardar la maleta que en el rato que había podido aprovechar, en mi última visita en la ciudad donde estudié mi última línea del expediente curricular, antes de volver en septiembre para terminar con el papeleo y las certificaciones.

Cuantas cosas había vivido. Cuántas amistades que conservaría para siempre, o al menos eso esperaba. Esta estación de autobuses había sido testigo de la marcha de Julen e Ibai. De mi despedida con Arnau, que me revolvía todo por dentro y de todos los reencuentros con Alicia, Carol, Elisa y Paula.

Mis amigas vivían en el sur de la península, habíamos estado en un par de ocasiones en Granada y me había escapado a las playas levantinas con ellas en Semana Santa un par de veces. En realidad, daba igual el lugar, porque la fiesta iba con ellas. Nos había costado muchísimo encontrar un piso para cinco personas y mantener una convivencia sana, más teniendo en cuenta lo distintas que somos. Mercedes, la madre de Carol, venía a menudo a visitarnos, trabajaba a distancia, siempre desde su ordenador, que llevaba a todas partes y pasaba aproximadamente la mitad de la semana en una casa que había heredado de sus padres. Su presencia, nos hacía olvidarnos un poco de lo mucho que echábamos de menos a nuestras familias, por mucho que yo tuviera a la mía a un par de horas de Bilbao. Era la capitana de las collejas y la mejor dando consejos. Tenía un estilo increíble para vestir y un gran gusto por la literatura. Además, nos consentía el privilegio de compartir sus libros más preciados. Y su tiempo. Eso sí que era una fortuna.

Llegué a la oficina de información, dónde estaba la consigna, porque, como era natural, la consigna originaria estaba completa y habían tenido que dejar varias maletas y varios paquetes en otro lugar.

La fila humana llegaba casi hasta la puerta, dibujando una extraña curva que auguraba una larga espera. La ventaja de ser previsora es que me había aventurado con tiempo. Y así no perdería el autobús. Al menos, eso esperaba.

El chico de la oficina ya me conocía y yo a él, sonrió al verme allí. Eneko debía haberse incorporado recientemente a su puesto, porque antes había otra persona en su lugar. Estaba acostumbrado a guardarme la maleta, o algún paquete. Y a invitarme a un par de copas en uno de los locales donde nos reuníamos la gran mayoría de universitarios para bailar y echar un buen rato. Y ya de paso, si allí surgía alguna cañita al aire, no se desaprovechaba la ocasión.

Me quedé la última, intencionadamente. Aún quedaba media hora para tener que encontrar un asiento con ventana y poner el bolso a mi lado, porque era importante también tener fácil acceso al pasillo. Aunque siempre llegaba algún listo para decirme si había pagado dos billetes. Ya quisiera poder pagar dos billetes.

—No te he visto desde hace un par de semanas. —Me coloqué el pelo detrás de la oreja y sonreí.



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En el texto hay: chicklit, erótica, amor

Editado: 25.08.2018

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