Mar y sangre

Capítulo 1 : El día en que todo se fue pa'l carajo.

El calor de Santa Marta ese día era peor que de costumbre, como si el mismísimo infierno se hubiera mudado a la ciudad. En el barrio 11 de Noviembre,felipe estaba sentado en la acera, con un bollo en la mano y los ojos puestos en el televisor de la tienda de Don Alcides. Las noticias hablaban de disturbios en el IPC, de ataques en clínicas, de gente corriendo desesperada por las calles.

—Eso es en Bogotá, no joda —dijo El Gordo, su vecino y amigo de infancia, mientras se empujaba una Pony Malta sudada—. Aquí eso no llega, vale.

Pero llegó. En menos de una hora, todo cambió. Un grito desgarrador rompió la rutina del barrio. Una enfermera, ensangrentada y cojeando, apareció tambaleándose por la calle. La reconocieron de inmediato: era Yuly, la que atendía en el puesto de salud del Bavaria.

—¡Cierren las puertas, que vienen los muertos! —gritó, con los ojos desorbitados.

Detrás de ella, una figura grotesca avanzaba con torpeza, jadeando, los ojos en blanco y la boca cubierta de sangre.

—¡Mierda! —gritó margaret, que venía de la tienda con una bolsa de con suero y yuca—. ¡Ese man está vuelto un demonio!

Yuly tropezó y cayó. El zombi se le lanzó encima, pero en un acto desesperado, pateó una piedra y logró quitárselo de encima. En el forcejeo, se torció el tobillo de una manera fea. El grito de dolor fue seco y real.

Felipe reaccionó como un resorte, agarró un tubo oxidado de construcción y corrió. Con una precisión rabiosa, le partió el cráneo al zombi. La sangre salpicó como una fuente rota.

—¿Estás mordida? —preguntó con el pecho agitado, mientras El Gordo ayudaba a Yuly a sentarse.

—No… no me mordió. Solo el pie. Está partido, creo —dijo entre lágrimas.

—Yo la cargo —dijo El Gordo sin dudar, levantándola como un costal con cariño.

Desde las esquinas, se escuchaban más gritos, más gente corriendo. Alguien gritó que en el centro había fuego, que los soldados estaban disparando. Otro decía que el Morro estaba cerrado con alambre. Caos total.

El grupo corrió hacia la calle principal. En el camino se les unieron otros vecinos: La Pulga, un pelaíto de 12 años con más viveza que miedo; Don Tirso, el viejo vigilante retirado del mercado, algunos chicos del barrio y un pelao de la cuadra,Andres. Ninguno sabía bien qué pasaba, pero todos sabían que quedarse era morir.

Tomaron rumbo hacia la Av. del Río. El plan era buscar un sitio alto para refugiarse. En el camino, esquivaron carros chocados, cadáveres, y gente desesperada. En el cruce con la carrera 19, vieron por primera vez lo que parecía una horda: al menos treinta zombis caminaban en grupo, arrastrando los pies, con ojos vacíos y hambre en la mirada.

—Nos vieron —susurró margaret, agarrando una tabla de madera con clavos.

Pero milagrosamente, lograron meterse por una callejuela del barrio San Jorge. Ahí encontraron un taller cerrado, forzaron la reja y pasaron la noche escondidos entre cauchos y herramientas. Nadie durmió. Yuly lloraba bajito por el dolor. Felipe se mantenía firme, pero no dejaba de mirar la puerta.

—Mañana hay que movernos —dijo al anochecer—Aquí no aguantamos otro día.

Y así, entre miedo, sudor y la promesa de sobrevivir, decidieron dormir para seguir al siguiente día.




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