Margaret

Un Mundo De Silencio.

Aunque muchos la veían como la joya más brillante de la familia Owell, Margaret sabía que ese resplandor no atraía amistades sinceras, sino miradas lejanas. En las reuniones sociales, las muchachas de su edad siempre formaban pequeños grupos, compartían confidencias y risas entre susurros, pero raramente la incluían.

Algunas, por educación, le dirigían sonrisas cordiales, pero ninguna se quedaba demasiado tiempo a su lado. Otras, más atrevidas, disimulaban su incomodidad con un exceso de cortesía, como si temieran que, con solo rozarla, el misterio que la rodeaba pudiera alcanzarlas.

Margaret fingía no notarlo. Se mantenía erguida, con la misma gracia que su madre le había enseñado, y respondía con frases correctas, nunca de más, nunca de menos. Había aprendido que la distancia era un muro invisible, pero imposible de derribar.

Por las noches, en cambio, cuando se encerraba en su alcoba y las cortinas pesadas cubrían las ventanas, la fachada se derrumbaba. Abrazada a una almohada, dejaba escapar lágrimas silenciosas que no quería que nadie viera. No lloraba solo por su maldición, sino por algo más punzante: la sensación de no pertenecer en ningún lugar, de ser distinta en un mundo que exigía uniformidad.

Sin embargo, a la mañana siguiente volvía a levantarse con el mismo porte delicado, sonriendo como si nada ocurriera. Si el destino le había quitado la posibilidad de vivir como las demás, Margaret había decidido al menos conservar la dignidad de aparentar normalidad.

Margaret solía decirse a sí misma que tenía amigas, pero en realidad eran apenas conocidas con quienes compartía unas cuantas sonrisas forzadas. Desde aquella noche de la maldición —un hecho del que los Owell nunca hablaban, pero que todos en el pueblo recordaban—, la gente mantenía una distancia prudente.

Los padres susurraban advertencias a sus hijas:
—No te acerques demasiado a Margaret, cariño. Una muchacha bajo una maldición trae desgracia.

Y así, las jovencitas del lugar, aunque educadas, nunca se animaban a confiarle sus secretos, ni a invitarla a sus juegos o confidencias. La trataban con una mezcla de respeto y temor, como si bastara un roce con ella para que la maldición se contagiara.

Margaret lo sabía. Lo percibía en las miradas esquivas, en los silencios incómodos cuando entraba a un salón, en las risitas apagadas cuando daba la espalda. Sonreía igual, como le había enseñado su madre, y fingía no notar nada. Pero en su interior, cada gesto de rechazo era un recordatorio de que estaba sola en su edad más vulnerable.

Por eso pasaba tanto tiempo en los jardines de su casa, leyendo bajo los rosales, o encerrada en la biblioteca, inventando mundos en los que podía tener amigas reales y una vida sin sombras.




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