—…Y dijo Timoteo 11: “La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Doce Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Trece, porque Adán fue formado primero, después Eva; catorce y Adán no fue engañado, sino la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión”. —leyó mi madre, con voz de sentencia, mientras su mano se alzaba por quinta vez en menos de media hora.
Cada golpe era una sílaba que se clavaba en mi piel. Cada versículo, una cadena invisible.
—Pero… madre, yo no le quiero. Por favor, no me obligues a…
—¡Silencio, María Angélica! El poco valor que poseías se ha extinguido. Jamás volverás a danzar, lo importante es que atrajiste a un buen prometido. Después de tu boda, al fin serás una mujer completa.
—¡No, madre! Aunque no pueda ser bailarina profesional, al menos podría enseñar… podría dar clases en una academia… fue solo un esguince, aún tengo un futuro prometedor…
—¡Basta, María Angélica! Ya todo está arreglado —dijo con una sonrisa que no le pertenecía, como si la hubiese robado de una máscara antigua.
Salió de la habitación y escuché el sonido metálico de una llave girando en el picaporte. Me había encerrado. ¿Como si fuese a escapar? ¿Para qué lo haría, si ya me habían robado el cuerpo, los sueños y hasta el aire?
Los pasos que siguieron eran pesados, como si cada uno aplastara una parte de mi infancia. Me giré, confundida, y me encontré cara a cara con Don Mauricio.
Un viejo amigo de mi difunto padre. Crecí llamándole tío, aunque siempre se mantuvo distante, como una sombra que nunca se acercaba del todo. Pero ese día… ese día su presencia se volvió una cuchilla que terminó de amputar mis sueños.
Jamás olvidaré lo que sentí: el dolor, el terror, la decepción. No sólo de él, también de mi madre. De su fe convertida en castigo, de su amor convertido en prisión.
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—Deuteronomio 22, del veintiocho al veintinueve —exclamó mi madre, con ira—: “Si un hombre encuentra a una joven virgen que no está comprometida, y se apodera de ella y se acuesta con ella, y son descubiertos, entonces el hombre que se acostó con ella dará cincuenta siclos de plata al padre de la joven, y ella será su mujer porque la ha violado; no podrá despedirla en todos sus días.”
—¿Usted me ha vendido? ¿Y él, que me abusó, será mi castigo? —le respondí con la voz quebrada por el desprecio.
—¿Qué esperas? Ahora eres una mujer sucia. Ningún hombre se atrevería a mirarte. Agradece que él te desposará…
—Fue usted quien me encerró con él. Fue él quien me golpeó, quien me obligó, quien me… quebró.
—Silencio, María Angélica. No lo entiendes ahora, pero más adelante me lo agradecerás.
—Levítico 12, del uno al siete —dije con indiferencia, como quien recita una condena—: “Cuando una mujer conciba y dé a luz un niño, quedará impura durante siete días… Si da a luz una niña, quedará impura durante dos semanas… Luego, deberá ofrecer un cordero y una paloma como sacrificio por el perdón de sus pecados…”
—¿A qué quieres llegar con ese pasaje?
—A una sola conclusión, madre: no tenemos ningún valor a los ojos de Dios. Le desprecio a él. Aunque no más que a ustedes dos, y así mismo, despreciaré al fruto de mi vientre. Espero jamás quedar en cinta.
—¡Silencio! —gritó mi madre, y su mano se estrelló contra mi rostro como un sello de condena—. Te mandaré a traer un té para los nervios, empiezas a delirar.
—Entiendo —susurré, con la mirada perdida en el muro que me encerraba—. Al final, eso es lo que somos, ¿no? Por decir la verdad, por pensar, por resistir. Como Juana I de Castilla, encerrada por amar demasiado. Por no callar lo suficiente.
La habitación estaba en penumbra. El té para los nervios humeaba sobre la mesa, como una ofrenda amarga. No lo toqué. Lo observé como se observa a un enemigo disfrazado de alivio.
Me acerqué al espejo. Mi rostro tenía la marca de su mano, pero mis ojos… mis ojos aún eran míos.
Recordé la primera vez que bailé. Tenía siete años, el suelo era de tierra, la música era el canto de los grillos, y mi cuerpo era viento. Nadie me miraba, nadie me juzgaba. Era libre.
Me quité los zapatos. El frío del suelo me devolvió la memoria, cerré los ojos. Moví los brazos, lentamente. Como si cada gesto fuera una palabra que mi cuerpo necesitaba decir.
No era danza, era resistencia.
Una danza rota, silenciosa, clandestina. Pero mía.
Pensé en Juana, en su encierro. En sus cartas que nunca llegaron. En sus hijos que le fueron arrebatados, en su fe que se volvió locura. ¿Y si la locura era sólo una forma de seguir amando?
Me acerqué al muro, apoyé la frente. Susurré:
—Juana… si estás ahí, enséñame a sobrevivir sin perderme.
El muro no respondió, pero algo dentro de mí sí.
No bebí el té.
Y ese pequeño acto, fue mi primer gesto de libertad.