Marie A cien millas de amar

Capítulo I Maldita mujerzuela

 

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—¡Maldita…!

—¡Espera, Patrick, espera!

—¿Esperar…? ¡Esperar a qué…, a que te sigas revolcando con ese canalla mientras yo no estoy aquí! ¡Creíste que no iba a descubrir tu desvergüenza, creíste que podrías verme la cara de estúpido!

—¡No, cariño, no es como tú piensas, has malinterpretado las cosas! Os juro que no ha pasado nada entre él y yo. Johnson simplemente me escoltó al pueblo para recoger algunos víveres. Solo ha sido eso, amor, solo eso. Os aseguro que no hay nadie más en mi vida salvo tú.

—¡Mientes, Catherine! Mientes como todas las de tu calaña.

Sin razonar elevó la mano y un sonido ensordecedor de dolor y angustia llenó la alcoba. Poco a poco se fueron asomando hilos densos carmesí por encima de la bata blanca. En el momento que giró la cara un rotundo varazo dio en su rostro, su mejilla y labio se abrieron de par en par revelando inaudito la carne viva que había debajo de su delicada piel blanca. Con sus palmas Catherine trató de arrastrase por el suelo para alejarse de su agresor, pero Patrick la cogió del tobillo y la atrajo ante sus pies. La vara en mano golpeo a su mujer; una y otra, y otra vez, como si fuese un animal maldito que no mereciese misericordia alguna.

—¡Patrick, por favor…! ¡Os lo suplico! ¡Detente!

—¡Cierra tu maldita boca, mujerzuela arrogante...! ¡Sabes cómo se han burlado de mí! ¡Sabes que fui el hazmerreír en los salones de Londres!

—¡No sé de qué estás hablando, amor mío, yo no he hecho nada más que acatar tus órdenes tal cual me lo habéis solicitado!

—Qué insolente me saliste, Catherine. ¡Estúpida mal agradecida…!

Nuevamente se fue a los golpes. Catherine, miró aterrada la vara y esta no tardó en allanar su cuerpo, inquietantemente se cubrió el rostro con el antebrazo para mostrar el líquido rojo que corría por sus venas. No soportó más su dureza y poco a poco su cuerpo se fue tendiendo sobre el frío y testigo suelo. Esa noche supo que iba a dejar este mundo y en manos de su tan venerado esposo.

 

—Eres una estúpida, —soltó un golpe— una inútil, —otro más— una buena para nada que solo me ha traído desgracia y miseria en la vida. —tres golpes le siguieron— Lo has perdido todo, todo. Bien claro te señalaron que no lo hicieras, pero no, tú no escuchaste sus palabras y te dejaste arrastrar por lo que tu instinto dictaminó. —Había revelado sin pensar sus propios actos y ciegamente golpeó el cuerpo frágil de su mujer, pues quería acabar con ella y con todo lo que había acontecido en aquellos últimos meses—. ¡Maldita, maldita perra, maldita mujerzuela…! —Como perro iracundo siguió ultrajando.

—¡Déjala! —Se escuchó una aguda voz en la estancia y Patrick volvió en sí—. Deja en paz a mi madre o juro por Dios que yo misma te aré pagar.

Patrick escuchó incrédulo, sabía que ese pequeño ser no podía hacer nada contra él, aunque ganas lo le faltaban para arremeter contra su inquilina.

—Vete de aquí si no quieres terminar como tu madre.

—No me iré. Y he dicho que la sueltes.

—Tú… —Y se encaminó a ella, lento y mustiamente— mocosa insolente, ¿osas desafiarme?

—Os desafío. Y aré lo que haga falta con tal de liberarla de tu yugo. No pienses que me intimidas, padre —Entonces lo miró desafiante, sabiendo a qué se exponía con semejante verdad.

Patrick tensó la mandíbula y se acercó, elevó su brazo y soltó una fuerte cachetada, a la sazón el cuerpo de la niña rodó por el suelo y el hombre se encaminó para procurarle una golpiza a aquella chiquilla que solo una vez sostuvo en brazos. Había soltado siete latigazos decisivos en ese pequeño ser.

—Déjala en paz. —Se escuchó la voz quebrada de su mujer. Incrédulo Patrick volvió el rostro y miró a su acusante—. Deja en paz a tu hija.

—¿Mi hija...? —repitió mientras soltaba a su presa con una sonrisa de lado—. Cómo saber si es mía si tú te has revolcado con todo hombre de la comarca. Cómo crees que voy a creer en ti después de lo que vi.

Con decisión la elevó del suelo y, colocando sus inmensas manos sobre el frágil y delgado cuello de la mujer comenzó a estrujarlo. Catherine trató de liberarse mas no lo logró. lentamente comenzó a sofocarse imaginando que esa noche sería la última de su existencia. Él, era demasiado fuerte, y a ella ya no le quedaba energía.

—¡Te dije que la soltaras!

Al acto un cañonazo se oyó por la estancia y de pronto el cuerpo de Patrick se dobló en rodillas. La pequeña lo miró y soltó el arma para sacar de inmediato la daga que había mantenido oculta entre sus ropas y qué, había tomado de la cocina. Fue hacia él y apuntó, sabía que no podía bajar la guardia. Miró cómo su padre hacía presión sobre su nueva herida y entonces supo que había logrado su cometido.

—¡Maldita chiquilla! —expresó iracundo—. Cómo pudiste…

—¡Porque Puedo y quiero…! Y lo volveré hacer sí así me place. —Siguió apuntando mientras se aproximaba al cuerpo tendido de su madre—. Mamá, ¿estás bien?

—Cariño… vete de aquí. ¡Corre, corre, corazón, porque aquí no estás segura!

—No, mamá, no me iré sin ti.

La cogió y la ayudó a incorporarse. Catherine estaba demasiado lacerada y apenas si podía mantenerse en pie, así que la pequeña instaló su brazo por encima de su hombro mientras que con su mano derecha la cogía por el talle, decididamente la encaminó hacia la libertad sabiendo que lo peor había pasado.

—Perras malditas —escupió el hombre mientras presionaba su herida—. ¡Os juro que me la pagareis…, os juro que no quedará así! ¡Os juro y os prometo que de mí no se burlan…! ¡Os juro! ¡Os juro...!  ¡Me oyes Marie...! ¡Me la pagareis!

Se oyó un grito aterrador y entonces Marie abrió los ojos.

La habitación se descubría en penumbra y una lluvia torrencial caía sobre todo Durham. Los truenos se escuchaban cercanos y el viento impetuoso corría por los árboles produciendo un sonido inquietante. Marie estaba bañada en sudor y su respiración se oía agitada. Palpó su pecho y sintió cómo su corazón latía avivadamente. Al instante un rayo cayó en el jardín posterior de la casa e iluminó por completo la alcoba. Cuando volvió el rostro hacia su izquierda alcanzó a percibir la silueta de una persona. Rápidamente cogió la daga que mantenía reposada sobre el buró y apuntó al malhechor. El ser no se movió, así que se levantó de la cama y tomó el cajón del buró para sacar de él el arma. La silueta permaneció indómita, así que se condujo con mucha cautela apuntando sin chitar. Cuando otro rayo iluminó su alcoba entonces comprendió que no se trataba de un ser con vida como creía, sino más bien, de ropajes y telares colgantes sobre un perchero, produciendo sin querer la figura de un ser deforme. Con tranquilidad dejó el arma, cogió la bata que había fijado sobre el baúl desgastado de su abuelo a pie de cama y a oscuras y en silencio se plantó frente a la ventana; miró a través de los cristales para contemplar los dominios adyacentes. Había tenido un mal sueño y por tanto creyó ver algo surrealista. De repente se escuchó un ruido estruendoso que alteró su sentido. Cuando viró el rostro tras de sí descubrió un perdigón; venía rodando por el suelo y como buscando los talones de su amada dueña. Marie lo cogió y lo llevó al rostro notando que pertenecía a su arma. Imaginó por un instante que tal vez por un descuido propio lo había dejado suelto cuando sacó a su amiga fiel.




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