Marie A cien millas de amar

Capítulo 2 Tiempos difíciles

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Capítulo 2

Tiempos difíciles

 

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Capítulo II

La tormenta había causado grandes estragos en Mackhigh y Marie supo que tendría que levantarse más temprano de lo habitual si deseaba arreglar todo aquello que, según Wayne, costaría una inmensa fortuna.

El pañuelo gris enmarcó por completo su desalineado e inigualable rostro, varios mechones castaños se ocultaron tras su gastado lienzo mientras ella intentaba afianzar el nudo por debajo de la nuca, el delantal blanco lo ciñó perfectamente a su diminuta cintura revelando con ello su esbelta figura, los guantes, desgastados por la punta, fueron colocados en su sitio mientras recapitulaba que pronto tendría que deshacerse de ellos. Estaba lista, y lista para emprender el día. Dejó su solitaria habitación y cruzó por el gran corredor, fue en dirección a la alcoba principal y descubrió que sobre el lecho suave se hallaba descansando su amada madre. Cerró la puerta silenciosamente mientras sonreía, se apartó de ella, caminó por el corredor y descendió cuidadosamente los escalones saltando el cuarto peldaño, conocía perfectamente que era peligroso ya que el hueco que se descubría sobre él revelaba que el tiempo había hecho de las suyas y las polillas habían hecho de él su morada. Sabía que pronto tendría que repararlo pues su madre no veía del todo bien y podría ser que algún día de estos tuviese algún accidente. Había postergado su arreglo debido a que el alquiler de Durhill no llegaría, sino dentro de seis meses y con lo poco que recababa de sus ventas alimenticias apenas si podía equilibrar sus gastos. Dejó la puerta de servicio y fue hacia la cuadra que se hallaba no muy lejos de ahí. Posó la vista sobre ella y resopló tendidamente al notar el daño que había sufrido el inmueble. El cobertizo había sobrellevado el mayor perjuicio; gran parte del techo había colapsado y había derribado dos largos tablones que lo sostenían, algunas tejas habían abandonado su sitio dispersándose por la hierba y por los alrededores, el polín de la esquina noroeste se divisaba inclinado y la gran puerta que resguardaba el inmueble no se hallaba en su sitio. Intuyó que sus dos únicas yeguas que lo habitaban lo habían abandonado para refugiarse en el bosque.

―¡Jesús bendito! ―exclamó al imaginar todo aquello―. ¡Señor Wayne, señor Wayne! ―llamó al hombre que se percibía atareado sobre el techo, pero éste no atendió su llamado debido al sonido incesante de su martillo, así que Marie volvió a clamar―. ¡Señor Wayne!

―Sí ―Un hombre entrado en años, de ojos cansados, manos callosas y rostro rojizo había vuelto la mirada hacia su voz y fue así que dejó de lado la tarea―… ¿Qué desea, mi lady?

―¿Señor Wayne, dígame dónde están las yeguas? ¿Están con bien?, no les ha pasado nada, ¿verdad?

―Claro que no, mi lady. Penélope y Trudy se encuentran sanas y salvas, ya las he conducido hacia el ala norte donde están bebiendo agua que Joe acarreó, les ha dejado un poco de forraje y sé muy bien que no darán lata.

―Menos mal ―se llevó la mano al pecho al oír aquello, sabía que aún podía contar con sus dos trabajadoras yeguas―. Dígame, señor Wayne, ¿cómo va con ello, desea que le ayude?

―Oh, no, mi lady, ―asentó aquel hombre con una sonrisa ladeada―. Sería peligroso para usted subir aquí, además, Joe me está apoyando con la tarea. Sería mejor si va con Gertrudis y arreglan el cerco del lado este que cayó, podría ser que las yeguas escapen por ahí y sé que el ir tras ellas sería muy extenuante para todos.

―Sí, tiene usted razón, entonces pondré manos a la obra.

Marie se apartó y se condujo al este. Sabía que la valla no estaba del todo bien pues había quedado inconclusa hacía dos noches; los dos troncos de madera que habían talado del bosque todavía no habían sido instalados en el sitio. Marie cogió un hacha del estante y retiró algunas ramas delgadas que habían quedado, con ayuda de Gertrudis cargó el tronco más ligero y lo instalaron, esta lo ató y en poco llegó el señor Wayne para afianzar.  Dos de las labores más importantes se habían llevado a cabo fue así que todos volvieron a la mansión para la merienda. El día trascurrió como se esperaba; Joe y el señor Wayne lograron avanzar en gran medida en el arreglo del tejado, reacomodaron algunos tablones y reforzaron los polines, Marie trabajó como nunca; ayudó al señor Wayne acercándole algunos tablones e incluso llenó su bote tres veces con puntas para que afianzara las tejas, la señora Wayne se había hecho cargo de la comida y junto con Catherine realizaron algunas labores hogareñas.

Los días se palmaron uno tras otro y la joven dama tuvo que dejar de lado aquella tarea para visitar el pueblo. Debía entregar una dotación grande de pasteles y panecillos a la señora Alene, además de vender al señor Fairchild los animales que había cazado esa madrugada y que, el señor Wayne había montado sobre la carreta.  Conocía a la perfección el pequeño suburbio, ya que su madre, la condesa de Durham, le permitía salir de vez en cuando para ir de visita y saludar a la gente del pueblo. Vistió su mejor ropaje porque sabía perfectamente que la apariencia dentro de la sociedad era muy importante, y no deseaba que los habitantes notasen las condiciones tan deplorables en las que actualmente se hallaba su familia.

Gertrudis fue con ellos para entregar todo aquello que habían elaborado por la mañana; los pasteles habían esponjado como nunca y el aroma de manzana que desprendía las tartas podría hacer agua la boca a cualquiera. La Señora Alene supo que su venta estaba asegurada, así que se atrevió a liquidar la compra y no esperó en solicitar media docena más. Marie estaba orgullosa de su negocio alimenticio ya que recibió un adelanto por su trabajo sabiendo que podía hacer buen uso de él. El señor Wayne hizo la transacción de los animales y recibió la paga mientras Marie compró lo necesario, luego, se dirigió al local de la modista.




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